Antonio Cabrera nació en 1958, en Medina Sidonia (Cádiz), aunque vive desde los siete años en la Comunidad Valenciana, donde ejerce la docencia de la Filosofía en un instituto de la localidad de Sagunto. Es autor de dos libros de poemas: En la estación perpetua (Visor, 2000), que mereció el XII Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe golden goose slide hombre y el Premio Nacional de la Crítica; 2001, y Con el aire (Visor, 2004), por el que fue galardonado con el XXV Premio Ciudad de Melilla, así como con el Premio de la Crítica Valenciana 2005. Entre estos dos poemarios, publicó una colección de haikus de tema ornitológico titulado Tierra en el cielo (Pre-Textos, 2001).
Dedicado de forma esporádica a la traducción, es responsable de las versiones castellanas de los volúmenes Poesía y ontología, de Gianni Vattimo (Universitat de València, 1993), y Los pájaros amigos, de Josep Maria de Sagarra (Pre-Textos, 2003).
Ha colaborado en publicaciones periódicas como Levante, El País, Clarín, Letras Libres o Lateral. Desde octubre de 2003 mantiene una columna semanal en la edición valenciana del diario ABC.
A mis hermanos
Si evoco su agonía,
otra vez veo mecerse en mi memoria,
muy lenta, aquella rama.
Mi madre se ha rendido a un nudo
de claridad y sombra. Su semblante
cae en los tonos del color más próximo
a la muerte,
el amarillo que la plata agria
transforma en inminencia, en blando acero.
Aquella rama, horizontal, sostiene
un plomo diáfano
que ahora gravita fuera,
aunque tal vez también estuvo dentro
de la habitación
y es sólo la memoria la que expulsa
ese peso de luz. Mi madre, así,
queda nimbada de fatiga y límite.
Si escucho el desvarío, el intrincado
pasadizo desierto
por donde ella accede
a la niña que fue,
o a un nombre,
o al presente enigmático
que en su palabra está sacrificándose,
se me aparece allí, junto a su voz,
la rama,
vívido brazo verde
detrás del ventanal, foco del día,
ajena y lógica porque es más firme.
Mi madre habla
en un aire privado, en la certeza
de sílabas cegadas que en mí laten,
perdidas para el mundo.
Asiento poderoso de algo real,
la rama no desaparece. Fue
y está, estuvo y es. Se queda aquí
y ocurre en la memoria,
doble y única.
Noto el trabajo de su pesantez
tan inocente, tan imperturbable.
Perdura en el verdor de la verdad.
Con la retina del conocimiento
no la mires.
Su lentitud es tanta
que pone en confusión la lejanía
y la proximidad.
Si no la miras, crece hacia sus bordes
una burbuja nueva, una orla blanca
que se transforma
contra las conclusiones de tus ojos.
No la mires
queriendo que su avance represente,
que la línea de cielo en la que brilla
marque una dirección de objeto humano.
Se desgaja, se va. La nube cambia
fuera de ti,
en el modo distinto en el que el tiempo
no reconoce
sino el impulso que él mismo dispersa
y engulle en sí otra vez,
mientras tú lo analizas
con el iris erróneo, que no sabe,
y ahora mira esta nube
y no quiere perderla.