Hasta la fecha, Antonio Moreno ha publicado los poemarios Libro del yermo (1993), Solar antiguo (1996), Visión del humo (1998), Metafísicas (2000), Polvareda (2003), La tierra alta (2006), Tabla rasa (2007) y Nombres del árbol (2010). En el volumen titulado Intervalo (Granada, Comares, Col. La Veleta, 2007) reunió toda su poesía escrita hasta la fecha. También es autor de los ensayos Alrededores (1995), Partes de un todo (1999), Mundo menor (2004) y El laberinto y el sueño (2009), entre otros.
Por tu edad y por la fecha de publicación de tu primer poemario, Libro del yermo, de 1993, cabría esperar un autobiografismo más explícito en sus hechos concretos, como era entonces común en buena parte de tus coetáneos. Tampoco pareces discurrir por una poesía hermética e irracionalista, como practicaban otros compañeros de promoción. ¿Se puede decir que siempre te has mantenido inmune a las influencias de lo que se lleva?
En realidad, nadie que escriba con una mínima conciencia crítica y con un cierto bagaje de lecturas podría atribuirse esa inmunidad que planteas. Hacerlo sería un gesto candoroso. Y no importa de qué género estemos hablando, puesto que hasta el mismo concepto de género literario está condicionado por la época del escritor. Aprendimos a hablar oyendo hablar a los otros; lo mismo sucede con la escritura: primero leemos, con la experiencia fundamental que esas lecturas iniciales representan. Cuando repasamos antologías centradas en un periodo histórico concreto, sentimos que, por encima de las singularidades de los diferentes autores seleccionados, predominan un tono y una voz comunes, que son los propios de su tiempo, un inconfundible aire de familia. Así sucede con nosotros. Sí puedo reconocerte, en cambio, que no tardé en interesarme más por la tradición ―en su sentido más secular y noble― que por los modos y las modas de "lo que se lleva", como acabas de decir. En este sentido, me siento más en sintonía con Lucrecio, Manrique o Garcilaso (por citar tres grandes nombres) que con muchos de mis contemporáneos. Debo aclarar, no obstante, que mi primer libro fue Los nombres y el tiempo. Se publicó en 1989. Si no lo suelo citar ni tampoco lo he incluido en mi poesía reunida, no es porque trate de esconderlo ―como ya se ve―, sino porque desde muy pronto fui consciente de que se trataba de un libro más germinal que otra cosa: contiene mucho de lo que después vendría, pero su lenguaje no era aún del todo el mío.
Me siento más en sintonía con Lucrecio, Manrique o Garcilaso (por citar tres grandes nombres) que con muchos de mis contemporáneos
¿De dónde arranca tu continuada preferencia por los paisajes solitarios y sobrios? ¿Crees que son más elocuentes que los paisajes de gran cromatismo visual y de mucha concurrencia humana? ¿Hasta qué punto la urbe y sus colores pueden empañar nuestro conocimiento de las verdades esenciales?
Esa preferencia no es en absoluto literaria; forma parte de mi formación vital y de un modo de ser. Se remonta a mi infancia y nace, sobre todo, con el despertar de la conciencia, en la pubertad. Los libros, más tarde, fueron espejos en los que encontré el mundo que yo buscaba. Ellos me ayudaron a verlo más matizadamente. El trato con los paisajes naturales educa de otro modo la mirada: entre otras cosas, nos inicia en la lentitud y en el silencio, valores que considero decisivos en el desarrollo del individuo. No quiero oponer, sin embargo, la aldea a la ciudad. La cultura actual es básicamente urbana, hasta el extremo de que muchos dogmatizan identificando la modernidad con el fetiche de la urbe. El error, a mi entender, radica en esos dos fetichismos de lo moderno y de lo urbano, cuyos efectos son tristemente "paletos"… Lo cierto es que nuestras ciudades son lugares cada vez más inhóspitos, y en consecuencia más embrutecedores. Es evidente que la rusticidad ha cambiado el pelo de la dehesa por los suburbios y las ciudades dormitorio.
¿Y por qué, salvo algunas excepciones, sueles dialogar con elementos inanimados, con vegetales o animales? ¿Te sientes incómodo dialogando poéticamente con otras personas?
¿Es así? Puede ser; tendría que pensarlo con más detenimiento. Supongo que se debe a un estrecho trato con la soledad, lo cual no entraña misantropía en modo alguno. El poeta, lo sepa o no, profesa un animismo más o menos lúcido. Conversa, pues, con la realidad que le rodea. Por otra parte, lo cierto es que esos diálogos a menudo son monólogos ante un interlocutor que es la propia conciencia, o bien ante una instancia que se intuye más allá de esa conciencia habitual. Con todo, si hablo con unos vencejos o con un castaño, por ejemplo, confío en que el lector no se quede en ese punto de partida. Ciertamente, tampoco tiene por qué llegar más allá, y me parece perfecto. Ahora bien, sostener que el poema se reduce a la anécdota de la cual deriva es tomar el rábano por las hojas.
No esconderé mi temor al progreso técnico: es indudable que éste nos ha hecho más fácil y cómoda la existencia, aunque muchos lo sentimos como una temible espada de Damocles
En tu poesía tampoco inciden directamente los grandes acontecimientos históricos, en cuanto que tus escenarios poéticos parecen haber estado siempre ahí. ¿Hay una impugnación soterrada al progreso moderno?
Yo no diría que haya tal, o al menos deliberada. En aquel primer libro que antes te he mencionado, Los nombres y el tiempo, existía una percepción muy intensa de que el lenguaje es un puente hacia el mundo, pero también una limitación grande, porque la realidad no es verbal, ni tampoco histórica, y por lo tanto excede con mucho a las palabras. Otra cosa es "nuestra" realidad humana o construida, pero ésa siempre me llamó menos para la poesía. De cualquier forma, el que en los versos de alguien apenas aparezcan los hechos que salen en la prensa no significa que esos sucesos no influyan en su sensibilidad. Repito que nadie puede dejar de respirar el aire de su época. Pero no esconderé mi temor al progreso técnico: es indudable que éste nos ha hecho más fácil y cómoda la existencia, aunque muchos lo sentimos como una temible espada de Damocles. No podemos olvidar Hiroshima, Chernóbil, Minamata, el efecto invernadero, la destrucción de la Amazonia o, ahora mismo, la calamidad del Golfo de México, entre tantos otros desastres. Son indicadores de una amenaza creciente que a cualquiera le preocupa, y que de un modo u otro incide en muchos de nosotros.
¿Los paisajes que sirven de motivo a tus poemas son paisajes reales, vividos en tu experiencia cotidiana, o surgen de tus lecturas y de tu propia ficción poética?
Hace un rato te decía que esos acercamientos paisajísticos tienen más que ver con lo personal que con lo libresco. Sí; son lugares vividos. De vez en cuando aparecen incluso con sus respectivos nombres. Forman parte de lo que soy, y espero haberme sumado también a ellos. Es un modo de expresar mi gratitud. La verdad es que no practico eso de la ficción poética. Si, leyendo, la detecto, en seguida pierdo el interés. Ahora me viene a la mente una pregunta, que es ésta: "La gran presencia del paisaje en cuanto llevo escrito, ¿me convierte en un escritor paisajista?". Aunque la respuesta pueda considerarse paradójica, diría rotundamente que no, del mismo modo que no practico el costumbrismo social.
Donde otros poetas, al contemplar la Naturaleza, se sienten extrañados por la fragilidad de su vida frente a la permanencia de los elementos naturales, tú sientes una comunión con ese Todo armónico. ¿Es este resultado espiritual el fruto espontáneo de tu temperamento o hay una lucha personal para descubrir la armonía dentro del caos aparente de la realidad cotidiana o dentro de la fugacidad de nuestra existencia?
Antes te he hablado de mi temprano "descubrimiento" de la naturaleza ―o denomínala, si así lo prefieres, la realidad―, ante la que muy raramente me he sentido enfrentado o del todo segregado. Con catorce y quince años disfrutaba yo de una libertad infrecuente en los muchachos de hoy ―y supongo que de entonces― a esa misma edad. Pasaba días enteros solo, en un piso cercano al mar que tenía mi familia, en pleno invierno, a veces sin llegar a abrir la boca durante más de veinticuatro horas, puesto que aquel lugar quedaba totalmente desierto en esa estación del año. Recuerdo que vivía enteramente entregado al mundo que contemplaba, no perdiéndolo de vista porque sin mi presencia me parecía que iba a desvanecerse. "¿Habrá alguien más que mire lo que yo estoy mirando, y que lo mire del modo como lo miro?", era una pregunta que solía hacerme por aquella época. Así viví varios años. No mucho más tarde, cuando las leí por primera vez, supe perfectamente a qué se referían las palabras de Hölderlin sobre la unión de uno con todo lo viviente. Y, claro, sentía a Walt Whitman como a un hermano. Estoy remitiéndome a algunas de mis lecturas de esos tiempos. Fue posteriormente, en un periodo mío más segregado, cuando sí que hubo cierto empeño por retornar a ese Todo del que en ocasiones me sentía proscrito. Hasta que uno descubre que jamás había abandonado nada.
Toco mi eternidad en la vida que pasa, dice el verso final del poema "Tiempo atrás", de tu último libro, Nombres del árbol. Esa seguridad por tu permanencia ―y por la permanencia de la realidad contemplada― constituye una firme creencia en la eternidad. ¿Es ésta una creencia natural o es fruto de una fe religiosa siempre presente en tu conciencia?
Mi sentimiento de la poesía (como lector y como escritor) tiene mucho de palpitación religiosa, al menos en el sentido etimológico de dicha palabra
Creo que, implícitamente, ya he empezado a contestarte a esta pregunta en mi respuesta anterior. Mi sentimiento de la poesía (como lector y como escritor) tiene mucho de palpitación religiosa, al menos en el sentido etimológico de dicha palabra. Tardé bastante en alcanzar cierta claridad y en llegar a una comprensión sosegada, porque tropezaba una y otra vez, turbadoramente, con mi idea de la confesión religiosa en la que fui educado. Tampoco tiene que haber, según lo veo, una antinomia entre la creencia natural y la fe religiosa; siempre, claro está, que la segunda no sea demasiado restrictiva, institucionalizada por un aparato de férreos dogmas. La fe religiosa no tiene por qué comulgar con ruedas de molinos. (…) clara realidad, que estallas siempre, / una vez y otra, de tus propios límites/, y nos enseñas un principio en todo / cuanto vemos y ansiamos pronunciar / de alguna forma. En estos versos del mismo libro redescubres un principio en todo lo que ves, un destino cierto. ¿Es hoy la poesía el único camino para encontrar ese destino cierto en medio de la crisis de principios metafísicos y morales que vive la cultura actual?
No, no es el único (si lo fuera, los poetas gozarían de más consideración); sí es un camino más, y añadiría que un camino valiosísimo, justamente porque no está adscrito a unos principios filosóficos, a ningún credo, a ningún punto previo de partida. La poesía nace de la libertad más absoluta; o, dicho de un modo muy distinto, de la sumisión más absoluta. Una libertad de nada, y una sumisión a nada. Por eso ella es una fuente en la que mucha gente puede limpiar su aturdimiento existencial y beber un agua que nos es precisa. Es un error pensar que la poesía les sirve sólo a los poetas.
Tu poesía es una lección ética y estética, aunque nunca "sermonea". ¿Cuál es el modo por el que la poesía puede contribuir al progreso moral de la sociedad, una vez comprobados los desafueros de la poesía social de antaño?
La poesía social quiso contribuir al progreso cívico en unos momentos difíciles y sombríos de nuestra historia. Conviene no olvidar aquel contexto en que surgió. Como tampoco conviene perder de vista que la expresión poesía social no deja de resultar una extravagancia contradictoria, dado el carácter minoritario de la expresión poética: entonces y ahora. Esos "desafueros" de la poesía social fueron únicamente ingenuidades y esquematismos estéticos o sectarios en un ámbito ―insisto― minoritario; y son parecidos a los defectos en los que incurren otras corrientes poéticas de otros momentos: la poesía culturalista, la poesía de la experiencia, la del silencio… En fin, la poesía es la poesía, no importa el apellido que nos empeñemos en endosarle, afán ―este último― de verbalistas y de críticos. Sólo hay buena o mala poesía. Y sí: estoy convencido de que la poesía ―incluida aquella de contenido social― ayuda a nuestro perfeccionamiento moral, si su palabra es literariamente digna y auténtica. En este sentido, aquel lema entusiasta de que la poesía es un arma cargada de futuro es tan irrefutable y tan antiguo como Homero.
En tu currículum, al menos hasta donde conozco, no hay premios literarios importantes. ¿Este hecho, que no es muy frecuente en nuestros días, ha sido un obstáculo o una ventaja para el perfeccionamiento de tu escritura poética?
El mayor premio que un poeta puede recibir es la visita de la poesía. Escribirla, ser huésped suyo, es para mí la verdadera gratificación. El asunto de los aplausos, de las distinciones y galardones, es ya una cuestión anecdótica. No obstante, a nadie le amarga un dulce, de modo que yo también me he formulado en alguna ocasión esa misma pregunta. En mi caso, no haber sido laureado con premios influyentes ha sido una ventaja: me ha permitido hacer el camino con menos requerimientos y presiones, al margen de capillas, solicitudes e intereses. Me gustan los ángulos tranquilos, las periferias. La recompensa que más me ha ayudado es haber recibido la generosa atención de ciertos lectores, entre ellos algunos poetas a los que admiro.
¿Qué función desempeñan tus ensayos en relación con tu escritura poética? ¿Los sientes como otro vehículo necesario de expresión?
Bien; aceptaré el término "ensayos" en su sentido más lato y distendido, como lo que en un principio fueron, escritura libre y divagadora no sometida a la rigidez de unas normas concretas. En realidad, también fueron ensayos ―ensayos poéticos― los Petits poèmes en prose de Baudelaire, que siguió una de las posibles vías implícitas en el camino iniciado por Montaigne, como en España lo hicieron Alejandro Sawa en su diario Iluminaciones en la sombra, Azorín, Gabriel Miró, Juan Ramón Jiménez o Cernuda, entre otros nombres. Ahora pienso en las Meditaciones de Marco Aurelio o en las epístolas a Lucilio de Séneca… Pero me estoy desviando de tus preguntas. Empezaré por decirte que las prosas que escribo hunden sus raíces en el mismo terreno que la mayor parte de mis poemas. Comencé a cultivarlas porque no quería que la poesía, que en principio aspira a ser canto, se me transformase en habla y se me prosificase involuntariamente, como les sucede a algunos poetas; y porque las necesito de una forma imperiosa, como un cauce expresivo en el que el pensamiento discurre con más soberanía y holgura. Hay asuntos y motivos que es preferible no tratar mediante el verso. La mayoría de mis "ensayos" no divergen, pues, de mis libros de poemas, y puedo asegurarte que para mí son esenciales. Por eso me hizo gracia que cierto editor rechazara publicar Mundo menor―que ni siquiera se tomó la molestia de leer― por la sencilla razón de que, según a él le parecía, se trataba de una obra circunstancial dentro de mi "producción"; me entornaba la puerta, por si más adelante le mandaba un libro de poemas. Siento una enorme gratitud por la valentía de los editores que se han aventurado a publicar mis prosas y cuadernos de orientación más diarística, porque sé que, si la poesía cuenta con pocos lectores, estos libros sin un género definido interesan solamente a cuatro gatos.