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Palabras para una lectura necesaria


(¿Qué ha sido de las vanguardias en la poesía española?)


La frase del título es de Luis Cernuda, y viene bien ahora. Se refiere el poeta al último y decisivo paso de la modernidad: neoclasicismo y romanticismo —afirma— son en España "movimientos paralelos de importación y remedo"; y añade que el romanticismo, entre nosotros, es desplante exhibicionista, "cosa esta última que entre gente tan teatral como la española hallaba ya terreno abonado y había de tener vida duradera, subsistiendo hasta el modernismo y aun sobreviviéndole". Ni pensamiento ni compenetración con la naturaleza, ni honduras de misterio y oscuridad; con todo eso ha estado reñida siempre la poesía española, porque lo ha estado con esa tradición mayor —la europea— a la cual pertenece. Ha preferido la grandilocuencia y el sentimentalismo, en todas sus variantes, y hasta hoy ése ha sido (y es) su terreno preferido. Pretender que entendiera y asimilara el modernismo, esa gran ruptura interior que fue atrevido salto a la modernidad, ha sido cosa vana; como que entrara en el siglo XX consciente de lo que significaba una escritura poética dada a su más radical revolución, digo la que —en lengua española, en Hispanoamérica— va del modernismo a la vanguardia con total naturalidad, no como mimética reproducción de algunas fórmulas esclerosadas: confrontación decisiva del artificio de la escritura con la viveza del habla, con el lenguaje de la conversación. Asunto para otra reflexión sería si no venía viciado el principio moderno desde la introducción del modo italiano en nuestro siglo XVI, que ahí sigue sin apenas variar nada… Pero ahora estamos en lo que sucedió en este primer tercio del pasado siglo; de lo que sucedió con la poesía de lengua española.

Como nuestra historia,replica watches nuestra poesía continuaba su camino autocomplacida y orgullosa de mostrar su fidelidad a la lengua (y a la escritura por consiguiente) antes que al lenguaje; adaptada al canon dominante en cada caso y momento, repetía los mismos recursos expresivos, el mismo decir temático, las mismas consignas generacionales… Autosuficiencia provinciana, en realidad
Siempre que digo —y lo he dicho tanto— modernidad ruego que no se lea como reflejo de esa celebración del progreso, ese engaño que entroniza la moda como novedad deseable y como liquidación de la memoria. Por moderno entiendo la necesidad de una escritura crítica de sí misma, "en rebelión solitaria contra la academia en que se había convertido la primera vanguardia". Esto escribe Octavio Paz; pero lo dijo para hacer sitio a su propia escritura. No creo que el asunto consista —sólo— en poner en solfa una vanguardia académica. Si, como también propone Paz, ese territorio donde halla asiento su poesía, y la de otros con él, es "la zona del lenguaje", lenguaje que es destino y elección, "algo dado y algo que hacemos. Algo que nos hace", la clave de todo residirá en la disposición para entrar en danza con él, nunca en la posición que gracias a él pudiera conquistar el poeta. Que ha sido éste, por cierto, el modus operandi habitual de los poetas españoles, y al que han sacrificado su escritura. Una y otra vez se negó, entre nosotros, la existencia de esa encrucijada; como nuestra historia, nuestra poesía continuaba su camino autocomplacida y orgullosa de mostrar su fidelidad a la lengua (y a la escritura por consiguiente) antes que al lenguaje; adaptada al canon dominante en cada caso y momento, repetía los mismos recursos expresivos, el mismo decir temático, las mismas consignas generacionales… Autosuficiencia provinciana, en realidad; lo cercano y vecinal bastaba. Pues ni las verdaderas aportaciones originales de la poesía española hallaron más lugar aquí que esos altares para celebraciones y efemérides a las que tan propensos somos.

¿Qué, sin embargo, en los alrededores, en esa literatura a cuya memoria pertenecemos, aunque sean otras sus lenguas? Tengo algo más que el presentimiento de hallarme mucho más cerca de Dante, de Milton, de Goethe —con quienes ahora ando en tratos— que con nuestros poetas del 27, por ejemplo, que tan decisivo lugar —dicen— ocupan en la historia de la literatura española del último siglo. Entre otras cosas, porque nunca mostraron una especial inclinación a abandonar aquel ámbito provincial, que es donde aquí se han dilucidado siempre esas categorías; porque vieron como rareza (cosa distinta) la poesía de César Vallejo o de Vicente Huidobro, pues ¿qué supieron —y hasta dónde— de E.A. Westphalen o de Lezama Lima…? Téngase presente que no salgo del ámbito de la lengua común. Bien hizo Ramón Gaya, coetáneo y amigo de casi todos, la lectura más lúcida del 27 que conozco; por eso, naturalmente, ha sido la más silenciada. Porque si venimos a los atrevimientos de bárbaros como Ezra Pound, ya ni digamos: sin el menor reparo, pasó hasta el fondo de la memoria poética europea, sacudió con fuerza la costumbre (asunto de ritmo y léxico, sobre todo; que en la poesía española pasa como si no fuera primordial) y abrió todas las ventanas para que entrara de una vez el aire. ¿Pero es que en España hubo algo con expresionistas como Georg Trakl o Gottfried Benn? La poesía española, siempre para sus adentros; y bajo la sombra tutelar del barroco y su retórica sermonaria (dicen que moral), cuando no entregada a esa otra que se denomina popular, pero que nada tiene que ver con las formas de habla, con la verdadera voz: campanuda grandilocuencia también, cuya entidad canónica, por consiguiente, la crítica académica ha podido establecer con toda facilidad. ruego que no se lea como reflejo de esa celebración del progreso, ese engaño que entroniza la

No me parece que haya existido aquí la suficiente familiaridad con Rimbaud, con Lautréamont, con Apollinaire. ¿Cómo iba a ser surrealismo el nuestro, con todas sus consecuencias, si se empezaba por valorar moralmente las cosas, si se separaba nítidamente el bien del mal, lo útil de lo inservible?
Y del surrealismo. ¿Cómo vamos a negar la evidencia de obras artísticas españolas que, en aquel abrevadero de absoluta y caprichosa libertad, se nutrieron? Diré, sin embargo, que las limitaciones temáticas de nuestro surrealismo (la literatura española, tan entusiasta del contenido, tan desdeñosa de las formas que tiene por encubridoras), su necesidad perentoria de significar, llevó —en gran medida— a no prescindir de una estricta equivalencia metafórica, lo que supone negar aquel principio y convertirlo en escuela o poética cuando era, ante todo, "una actitud del espíritu humano. Acaso la más antigua y constante, la más poderosa y secreta" (Octavio Paz). No me parece que haya existido aquí la suficiente familiaridad con Rimbaud, con Lautréamont, con Apollinaire. ¿Cómo iba a ser surrealismo el nuestro, con todas sus consecuencias, si se empezaba por valorar moralmente las cosas, si se separaba nítidamente el bien del mal, lo útil de lo inservible? Lógico que quienes —en Hispanoamérica— habían llegado de manera natural al surrealismo, dejaran inmediatamente de lado su carácter eclesial para ir a su matriz verdadera. Pasó con Vallejo y con Westphalen, y con Moro incluso; ha pasado luego con Gonzalo Rojas, por ejemplo, que arremetió contra la "ortodoxia discutible" y el "afrancesamiento literatoso y su falta de genio". Impregnado, el presunto surrealismo peninsular, de una pringosa pasión política, de una turbia conciencia social, se acudiría pronto a la coartada de la guerra civil y de la penosa posguerra para tramar otra interesada sucesión histórica en donde habría de tener sitio la poesía escrita a partir de entonces. Al margen quedaron (y ni se supo de su existencia), ajenos al desbarajuste de aquellos años, libros como Crimen, de Agustín Espinosa (1934), o Liverpool, ese poemario tan político (habrá que decirlo, para los puristas de la cosa) que José María Millares Sall diera a la estampa en 1949.

Con urgencia, y con una estrategia crítica premeditada por conveniente, se obligó a que la poesía dijera cosas, ajustada a un simple orden de razón y vinculada sólo a la superficie de la realidad, a sus consabidos significados. Que se negara, por ejemplo, y más de tres veces, a Juan Ramón Jiménez, en ucases muy bien orquestados, es un dato más que revelador; y comprensible que pasara mucho tiempo hasta que fueran leídos aquí (me temo que ni comprendidos ni asimilados) poetas como Rilke o Mandelstam, como Ajmatova, Celan o Quasimodo, entre tantos. En vez de pensamiento que provocara una reflexión sobre el lenguaje —porque el lenguaje es el ser—, en vez de considerar la escritura poética como una forma de respiración, cosa de ritmo (pues la sintaxis es la semántica), se ha virado hacia la trivialización y la facilidad comunicativa que solicita nuestra sociedad de la información, malbaratadora de la palabra y que sólo le exige servir para algo, significar de acuerdo con los convenidos referentes: ni sugerir, ni entrar en los terrenos de la ambigüedad. Una escritura asertiva, que es la forma más fácil de desactivar la poesía, de hacer que contribuya al secuestro de los lenguajes por parte del poder. Digo que no es la poesía que se hace la que creo haya que hacer; porque la palabra poética debe ser excepcional y resistirse a este mundo tan igual que habitamos; alzarse frente a la docilidad breitling replica watches democrática que padecemos y que sólo es corrección. Como si la existencia no fuera nada, ni la memoria; como si sólo valiera la contingencia y los prejuicios, no las cosas en sí, en su ser; como si la imaginación apenas se resumiera en el uso de unas pocas fórmulas establecidas, y que valga cualquier cosa: "el discurso del poder —ha escrito Miguel Ángel Muñoz— no puede correr paralelo al discurso intelectual".

Mientras nuestra escritura poética no reconozca qué ha dejado atrás, sin siquiera mirarlo, o no llegue al entendimiento de que aceptar la naturaleza y el ser supone reconocer la carencia y los límites que nos constituyen, esta que se denomina poesía apenas pasará de repentizaciones ingeniosas que ni de lejos alcanzan la verdad que es su razón y sentido
Eso, lo que ha venido pasando en las últimas décadas; y de ahí que la poesía haya dado —una y otra vez, por muchos que hayan sido los intentos pregonados— en una jerga de fácil consumo cuyo único propósito parece ser la promoción pública de los diversos autores y generaciones, mediocres los unos, mero recurso mediático las otras. Si no, dígaseme qué ha sido de novísimos y postnovísimos, qué —sino una salida oportunista— la poesía de la
rolex replica experiencia, qué de ese artificio contrario de quienes la han querido contrarrestar sin demasiados recursos. Se oye hablar ahora de la necesidad de una poesía metafísica… René Guénon me ahorra mayores explicaciones. Escribe: "Aquel que no puede salir del punto de vista de la sucesión temporal es incapaz de la menor concepción de orden metafísico". Mientras nuestra escritura poética no reconozca qué ha dejado atrás, sin siquiera mirarlo, o no llegue al entendimiento de que aceptar la naturaleza y el ser supone reconocer la carencia y los límites que nos constituyen, que somos lenguaje y éste, por tanto, también es limitado, en particular cuando con él buscamos lo demás, lo que no tiene palabras para decirse; mientras así sea, esta que se denomina poesía apenas pasará de repentizaciones ingeniosas que ni de lejos alcanzan la verdad que es su razón y sentido. Digo verdad, no evidencias; hablo del lado no rentable de la realidad, de una propuesta que sea apuesta, reflexión que inquieta y nos obliga a hacernos preguntas: ésta es la clave de su ser libre frente a los lenguajes del poder.

Quienes nos entusiasmamos entonces con la ruptura de los lenguajes, con el seísmo que podrían producir los diversos modos de expresión literaria, vimos en la vanguardia una forma de eludir la consabida ortopedia de los géneros establecidos, el dictado de una escritura aburrida y sin objeto
Puedo hablar de mi propia experiencia: en mis años de formación (apenas adquirido el uso de razón literaria), la vanguardia vino a ser el territorio de libertad para una palabra y una escritura amordazadas, lo mismo por la censura implacable que por las consignas doctrinarias de una ideología rampante. Quienes nos entusiasmamos entonces con la ruptura de los lenguajes, con el seísmo que podrían producir los diversos modos de expresión literaria, vimos en la vanguardia una forma de eludir la consabida ortopedia de los géneros establecidos, el dictado de una escritura aburrida y sin objeto; pero —sobre eso— la manera más lúcida de abordar los conflictos nacidos en el seno de la existencia, de reconocer nuestros límites: ése era el aprendizaje. No pensamos aquella escritura, vuelta del revés, zafada de la realidad y sus mostrencas apariencias, como evasión o ceguera ante la historia que pasaba y ante la vida que vivíamos. Todo lo contrario. Con la lectura de la vanguardia aprendimos a no caer en la trampa del conformismo sentimental, de la reverencia injusta ante verdades que —se pregonaba con insistencia— eran indispensables para estar al día. Trampa que, por cierto, el poder ha perfeccionado, desde los prodigiosos sesenta, y en la cual casi todos los lenguajes languidecen hoy encerrados en su nada. Vimos —comprendimos; era cosa de pensar, desde luego— que no se trataba —como se ha querido creer, tan a la ligera— de vaciar de significado la palabra, sino de cargarla con una insospechada multiplicación de sentidos. Reconocimos que la cosa no estaba en la escritura, sino en la voz, en la respiración que transmitía el texto y que es su espíritu. Oigo, como si fuera ahora mismo, a Samuel Beckett o a Eugène Ionesco, tan diferentes pero consumidos en un empeño similar: la vanguardia como acción poética contra la destrucción, la desintegración interior. Vacío y absurdo, ausencia de identidad y desesperación: el ser regresado a su inmadurez, liquidada su conciencia, renuente a marcar el paso estrecho de la moral y los sentimientos. Sólo un entendimiento poético de la palabra (de la expresión) habría de salvarlo de tanto sermonario convenido, de toda consigna gregaria por parte del poder. Porque el lenguaje —que no la lengua, debo repetir— es un organismo vivo, y tiene su propio ritmo de desarrollo, siente la necesidad de manifestarse con sus limitaciones retadoras para la expresión; es, en suma, el individuo mismo y sus carencias. Cualquier mínimo ajuste que contradiga dicha vitalidad deja en evidencia la mentira que lo promueve, tal ahora sucede —a diario— con la prédica política y mediática que por eso quiere mantenerlo (digo, al lenguaje) a buen recaudo.

Por supuesto, hay escritores románticos y modernistas y de vanguardia; pero no se ha desarrollado, cuando se requería, una conciencia romántica o modernista o vanguardista en la poesía peninsular
Así fue cómo, en un momento dado, me veo en la necesidad de leer (y escribir sobre) la poesía española; descubro entonces el cerco que la atenaza: complacientes, lo hemos aceptado y hasta de él hemos hecho teoría con una tranquilidad de espíritu que no consigo comprender. Lo he insinuado ya, pero reitero que no pienso sólo en los últimos plazos de su historia, pues nada son estos sin el compás, el orden alternativo y excluyente, que desde hace quinientos años se mantiene inalterable en lo esencial: o una poesía de contenido (más bien, lección moral) o una poesía de formas (evasiva y artificiosa); se agota (o se dice agotada) la primera y se busca la otra como (presunta) novedad, y en un momento dado todo volverá a comenzar por el principio. Exactamente, lo que ha sido el proceso de nuestra historia: no se necesita mirar con mucha atención para saber que aún está por completarse, pues ha habido un temor congénito que siempre lo ha evitado. Sobre aquella plantilla única, con diversas denominaciones, se ha escrito nuestra poesía; y subrayo, porque tampoco se ha tenido en cuenta que sea (que deba ser) voz por encima de todo: un espacio de participación y comunión. Con poco tino se ha considerado vanguardia lo que era excepción: a los poetas excepcionales que se negaban a seguir el compás, a que su escritura sonara como la de todos; pero no ha habido vanguardia en nuestra poesía, a no ser que se tengan por tal esas falsas copias, o el uso más o menos torpe, de ciertos recursos que pudieran parecerlo. Por supuesto, hay escritores románticos y modernistas y de vanguardia; pero no se ha desarrollado, cuando se requería, una conciencia romántica o modernista o vanguardista en la poesía peninsular.

No creo haber exagerado, ni tanto así, cuando digo que desde hace quinientos años. Entiéndaseme: hablo de cómo, a partir del principio moderno, la poesía española se niega a la memoria europea a la cual pertenece —verdadera tradición que provoca un debate con las formas— para hacerse italiana por el camino que abriera Petrarca, mientras declaraba espuria la aventura de conocimiento que Dante hizo poesía. Así resultó que san Juan de la Cruz fuera visto como un raro y que, todavía hoy, sigan sin hallarle lugar en sus casillas los fervorosos del orden histórico. Al entusiasmo despertado por los grandes del XVII, conceptistas o culteranos sin la menor duda, contestaría la voz disidente de sor Juana Inés de la Cruz, y se dijo gongorina aunque no lo era: rompía, de una vez por todas, con aquella simple intensificación de la escritura renacentista, como dijo Dámaso Alonso de nuestro barroco. Sin reparo alguno, sor Juana, como Dante, a más conocimiento y con una escritura que respondía a la respiración orgánica del lenguaje, nunca al dictado de la norma. Así, en el modernismo. Hasta entonces se mantuvieron el rigor racionalista y sentimental, la justificación moral, como imprescindibles. Nuestro romanticismo había quedado en el interregno delimitado por la retórica de Espronceda y la minilocuencia de Bécquer. Y no me refiero a Darío, tan potente; pienso en López Velarde o en el gran Eguren, americanos, en Tomás Morales o Alonso Quesada, españoles: quedaron fuera; su voz sonaba extraña, su escritura no iba a compás, puesto que aquí —y lo dijo también Cernuda— la poesía "había ido quedando relegada a lugar secundario dentro del verso: lo importante es (sic) el bien decir". Rareza hubo de ser Juan Ramón Jiménez (¡tardó tanto en reconocerse el error!); y lo mismo Juan Larrea, que por algo coincidió tanto con César Vallejo. Por citar un caso paradigmático: se olvida la incomodidad que manifestara en su momento José Bergamín, ante la aparición de Trilce.    

La crítica que forma parte del sistema, movida por los mismos intereses editoriales y mediáticos, y que nunca ha querido correr el riesgo de ser independiente, apenas ha tocado cuestiones de principio, con las cuales debatir la razón y sentido de la verdadera poesía
Y si nos detenemos en los últimos cincuenta años, no encontramos más cosa que la reiteración de aquella alternativa simplificadora, con excepciones muy puntuales: poesía de voz propia y orgánica respiración del lenguaje, la de J. A. Valente o Luis Feria, la de Manuel Padorno o Claudio Rodríguez. No se les puede reducir a los esquemas impuestos por una crítica que se ha limitado a corroborar ese orden histórico, preocupada sólo en observar, a posteriori, lo que a él se somete o lo que se mantiene al margen de él; sin que en ningún momento haya sabido explicar por qué. Una crítica que forma parte del sistema, movida por los mismos intereses editoriales y mediáticos, y que nunca ha querido correr el riesgo de ser independiente. Apenas ha tocado cuestiones de principio, con las cuales debatir la razón y sentido de la verdadera poesía. ¿Ha dicho, por ejemplo, que la escritura poética debe contestar el orden estricto de la lengua, para hacerla respirar de otro modo, con otro aire? En  ningún momento, al menos hasta donde se me alcanza, ha hablado de la experimentación formal como una experiencia de existencia; ni ha querido ver que nuestros poetas –incluso muchos notables- no llegan sino a buenos amanuenses. Hace décadas que sigo esta manera crítica de ver —de decir qué es— nuestra poesía; y cómo la aplicación de ese criterio correcto la ha despojado de su verdad, y de la necesidad que de ella tenemos, como lenguaje libre, mucho más que la novela sin duda, en este tiempo raro del nuevo siglo ya entrado en años que —muy arteramente— ha conseguido volver, una vez más, la rebelión "en procedimiento, la crítica en retórica, la transgresión en ceremonia" (Octavio Paz), y que cubre su mentira con graciosas pantomimas u ocurrencias que aparentan atrevimiento.

Pero, confundidos en medio de tantas suplantaciones o entregados sin lucha (que también), nuestros poetas no parecen muy dispuestos a hacer el esfuerzo que supone dar verdad a su palabra, entregarla —con todas sus consecuencias— como voz vigilante e insomne, como visión que "es una forma de conocimiento en que lo humano, inaccesible, se manifiesta más adecuadamente, y que más que conocimiento objetivo es expresión (…), una especie de revelación que [el ser humano] padece al mismo tiempo que realiza" (María Zambrano). Mientras no se entienda (y se asimile) que nuestra memoria poética reside algo más allá de esta comunidad de vecinos en que nos enzarzamos con naderías, en ello seguiremos, en esta pequeñez pobretona. Como mucho, con entusiasmo infantil, creemos hacer —por ejemplo, surrealismo— sin explorar el lado secreto u oculto del ser; o metafísica, sin desatarnos de la servidumbre de la actualidad; o consideramos experiencia aquello que es sólo superficie de anécdota; o tenemos por vanguardia el torpe uso de un vocabulario mediático que no va más allá de su estricto, por estrecho, significado. La lectura de la poesía no española de aquella primera mitad del siglo XX debería permitirnos distinguir lo que son voces entre tanto eco, ver con claridad entre tantas apariencias superpuestas o solapadas… Pero una lectura bien hecha: una manera de pensar esa palabra y de ver hasta dónde la mueve el pensamiento y la experiencia de la existencia. Hágase.


     Jorge Rodríquez Padrón









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