El Romanticismo, cuyos hijos estéticos somos, se nos vino como una especie de huracán que, si bien aportó nuevos aires a las artes y a la sensibilidad, barriendo estructuras antiguas y derribando edificios ruinosos de conceptos y estéticas, se llevó, no obstante, en su ímpetu, junto con la quincalla, algunos elementos valiosos. La poesía, en concreto, ganó mucho; fue elevada a la categoría de ideal sumo del arte, muy cerca de la música, pero con más perfección que ésta, puesto que su materia es significativa: el lenguaje. La poesía se convirtió así en la expresión inalienable del ser humano, la voz del espíritu y de los pueblos. La poesía, en definitiva, se vio ensalzada en intensidad, pero perdió en extensión.
Una de las categorías que se llevó irrecuperablemente el Romanticismo fue la distinción de géneros dentro de la lírica. Un lector medio actual enfrentado a una composición en verso, dirá que es "poesía", pero no será capaz de distinguir entre una elegía, un epitalamio, una sátira, una égloga. Para el lector de hoy la poesía es toda una, definida como un género subjetivo, generalmente en verso, sin compartimentación interna. Es este un fenómeno curioso, pues al lector de novela no se le ha privado de este privilegio, y está en condiciones de distinguir perfectamente entre novela policiaca, histórica, de aventuras, de ciencia ficción. El lector (y el autor) de poesía, por el contrario, se enfrenta a una inmensidad indiferenciada de prácticas poéticas.
En el Siglo de Oro la poesía formaba parte de la vida diaria. Cualquier fiesta o celebración se solemnizaba con la composición y exposición de poemas en lugares públicos. Había composiciones para nacimientos, canonizaciones, coronaciones, fallecimientos, victorias militares
Esta desaparición de la diversidad genérica dentro de la poesía está íntimamente ligada a la de la pérdida de su peso social, con lo que ello supone de sustracción de la poesía del terreno público. Los géneros, como estudió Bajtín, no son sólo convenciones arbitrarias a las que se someten creadores y públicos (y esto es lo que entendió mal el Romanticismo). Los géneros nacen fundamentalmente como respuesta a situaciones discursivas concretas, a necesidades sociales que modelan un tipo discursivo que entra en diálogo (y en conflicto) con otros discursos ya formados o en formación. Un género es, en definitiva, una práctica social. Precisamente por eso, la desaparición de un género supone la pérdida del espacio social sobre el que actúa y para el que nació; y la poesía se ha replegado tanto en este sentido que no tiene ya lugar apenas en el conjunto de las prácticas discursivas de nuestra sociedad.
La historia de la poesía desde principios del siglo XIX ha sido la de una paulatina retirada de la esfera de los discursos públicos. El Romanticismo sentó las bases de la noción de poesía como aquello que se sitúa fuera o en los márgenes de la realidad, su esencia es la de los mundos fantásticos, los sueños, los paisajes interiores, la realidad anímica. La poesía queda así expulsada del mundo y de la realidad, bien porque la ignora y crea su universo paralelo de quimeras, o bien porque se enfrenta a ella y le muestra su cara oculta, lo que tiene de rechazable.
En el Siglo de Oro, por el contrario, la poesía formaba parte de la vida diaria. Cualquier fiesta o celebración se solemnizaba con la composición y exposición de poemas en lugares públicos. Había composiciones para nacimientos, canonizaciones, coronaciones, fallecimientos, victorias militares. Un poeta como Luis de Góngora, que generalmente relacionamos con una poesía alejada de la realidad y sus tráfagos, escribió, llegado el momento, una canción para exaltar la Armada Invencible y otra para celebrar la Toma de Larache (una plaza del Norte de África). Conquista esta última muy poco heroica, ya que se trató en realidad de una compra; pero el hecho demuestra que la poesía, junto con otros medios de propaganda, servía para ennoblecer y dar difusión a hechos significativos del momento. Y la acción de la poesía no se limitaba al gran mundo y las proezas bélicas. Probablemente, al mismo tiempo que un noble culto podía disfrutar de la encendida exaltación de las hazañas imperiales por parte de Góngora, en la calle unos ganapanes se regocijaban con un romance algo salaz del mismo ingenio cordobés, tañido al son de un instrumento de cuerda. La poesía estaba por todo y formaba parte de la vida de todos.
Tampoco era cuestión sólo de adular al poder político y distraer al pueblo bajo con burlas más o menos procaces. Una gran veta de la poesía áurea estuvo constituida por la sátira. A este respecto, convendría releer la epístola de Quevedo al Conde Duque de Olivares, que le valió la prisión, para repensar la poesía política; o los soberbios tercetos gongorinos: "Mal haya el que en señores idolatra" para redescubrir la dignidad de una poesía verdaderamente social. Esta es una de las lecciones que debería tomar la poesía actual, la de recuperar un espacio público perdido desde hace ya dos siglos.
La mengua en la dimensión social de la poesía corre paralela a otro fenómeno directamente surgido del Romanticismo: la subjetivización del género. Esta subjetividad extrema con que se nos presenta hoy la poesía es una de las principales razones que nos hacen ciegos a muchos de los valores artísticos de las creaciones del Siglo de Oro. Actualmente reducimos la poesía al ámbito de la individualidad absoluta, del yo, y de los sentimientos íntimos. No es que la poesía del Siglo de Oro no fuera subjetiva. De hecho, se puede decir que ella descubrió y difundió la subjetividad moderna en arte: el petrarquismo no es más que el primer paso en este proceso de la exploración de la interioridad por medio del lenguaje; pero no se quedaba ahí. El lenguaje, por definición, desborda lo puramente personal. La poesía del Siglo de Oro crea, por ello, una sensación de subjetividad e interiorización (basta releer los mejores sonetos de Garcilaso), pero no es este el fin que se propone; esto es solo una consecuencia lateral de una intención más alta: crear arte con las palabras, y un arte que pertenezca a todos, y que sea capaz de expresarnos a todos.
Curiosamente uno de los pilares de la modernidad poética, Lautréamont, acuñó un lema en este sentido, que sirvió de inspiración a las vanguardias y sobre todo a los surrealistas, que lo portaron como enseña de guerra: "la poesía debe ser hecha por todos. No por uno" (La poésie doit être faite par tous. Non par un). Quizá esta reflexión nos ayude a entender por qué la mejor poesía actual es precisamente aquella que consigue a través del arte darnos la sensación de que hay una subjetividad, una vida palpitante, pero que a la vez nos impone la realidad de que sólo tenemos acceso a palabras, y de esta doble dimensión bien equilibrada surge la maravilla, surge la grandeza.
El genio no era aquel que, arrebatado por una inspiración divina, creaba una idea de la nada, sino muy al contrario: el que, a partir de su vasto conocimiento de la tradición y de un trabajo continuo, lograba hacer suya una idea que había sido transmitida, como un legado, por sus antecesores
A la cuestión de la individualidad va unido el concepto inspiración, y su consecuencia: la teoría del genio. La reverencia que sentimos hoy por la originalidad no ha sido compartida por las estéticas a lo largo de toda la Historia. La poesía del Siglo de Oro, sin ir más lejos, es una poesía basada en modelos; en ella originalidad no era un concepto predominante. El genio no era aquel que, arrebatado por una inspiración divina, creaba una idea de la nada, sino muy al contrario: el que, a partir de su vasto conocimiento de la tradición y de un trabajo continuo, lograba hacer suya una idea que había sido transmitida, como un legado, por sus antecesores. No había ideas radicalmente originales pero sí moldeamiento y mezcla de ideas recibidas, que habían probado precisamente su validez a fuerza de ser usadas una y otra vez. La tradición era sometida a modulación.
En realidad ahora las cosas, cuando se trata de calidad, siguen siendo así y no pueden ser de otra manera: ideas originales hay pocas. De hecho, cuando se habla de innovación, en la modernidad o postmodernidad que vivimos, ésta se ha producido sobre todo en el plano formal con la conquista del verso libre, el poema en prosa, las audacias tipográficas vanguardistas, etc. Pero en el fondo las ideas, los motivos, los tratamientos siguen siendo los mismos (o sus variaciones) por parte de autores que conocen muy bien la tradición. La única diferencia es que en ese avance formal hemos ido perdiendo por el lado de los temas y tonos un gran caudal, pues, como escribía al principio, ha desaparecido casi toda la poesía (mal llamada) de circunstancias, la poesía satírica se ha convertido por lo general en una poesía política ramplona y la poesía burlesca ha quedado al margen de lo que se considera "gran literatura".
Los lectores y los poetas actuales deberían volver los ojos a esa época de la poesía que en principio les puede resultar algo ajena y extraña, pero que, internándose en ella como en una selva en gran parte sin explorar, les hará vivir la aventura del descubrimiento de grandes zonas perdidas del poetizar y les asaltarán en estado puro y primigenio (casi salvaje) especies poéticas que les resultan familiares y que hoy hemos domesticado en gran medida
Pero incluso en las audacias técnicas y en los juegos de ingenio la poesía del Siglo de Oro puede servirnos de modelo. Sobre todo en la época barroca encontramos un derroche de ingeniosidad y de búsqueda de formas y temas que impactan por su novedad. De los caligramas, antes de Apollinaire, ya existían abundantes muestras en la poesía en forma de laberinto o figuraciones que se hacía en el Barroco. Los versos acrósticos, las rimas internas, los versos de cabo roto (que conocemos bien por Cervantes) son audacias formales que preludian lo que será la libertad formal de nuestra época, por no hablar de lo atrevido y avanzado, en el contenido, de muchos conceptos y complejidades de pensamiento que hoy escapan a nuestros poetas.
Habría que plantearse, por último, si la libertad formal de que gozamos en la actualidad es siempre ganancia o también hemos perdido algo con ella. La poesía de los siglos XVI y XVII tenía un sentido de la construcción poemática que ahora, en general, nos falta. Resulta muy sencillo acumular frases impactantes, metáforas arriesgadas, imágenes deslumbrantes, pero se echa de menos en muchas ocasiones la sensación de conjunto, la unidad de concepto en el poema. Desde luego que eso tiene que ver con la cosmovisión actual, que reduce el pensamiento y la sensación a un despliegue de fragmentos cuya precaria estructura depende de encontrarse casualmente en contigüidad. Construir significa atender a una unidad con sentido global. A ello contribuía en el Siglo de Oro no sólo la concepción de una idea única abarcante sino también el conjunto de vínculos que creaba a lo largo del poema el uso de unos patrones estróficos, la repetición de los esquemas rítmicos y de rima. Si pensamiento y lenguaje van de la mano se puede no sólo decir que este tipo de construcción respondía a una idea del sentido global del mundo y de las vivencias, sino que se puede dar la vuelta a esta verdad y considerar que si ejercitamos un lenguaje fuertemente cohesionado a través de estos mecanismos formales podemos llegar a formarnos una idea del mundo más coherente y con más sentido.
Por todo ello, los lectores y los poetas actuales deberían volver los ojos a esa época de la poesía que en principio les puede resultar algo ajena y extraña, pero que, internándose en ella como en una selva en gran parte sin explorar, les hará vivir la aventura del descubrimiento de grandes zonas perdidas del poetizar y les asaltarán en estado puro y primigenio (casi salvaje) especies poéticas que les resultan familiares y que hoy hemos domesticado en gran medida. Les deseo y les aseguro, en esta excursión, el mejor de los viajes poéticos.