Partimos de Dios en busca de Dios, sin saber qué buscamos.
El dios con minúscula, el dios bajo cielo, el cielo que es mar, sobre aire que es cielo, ¡entre aire y marcielo, y que es pleamar, y que es pleacielo!
El dios deseante, el dios deseado, —¡el dios deseado y deseante!— me trae este Dios, un dios Dios tan DIOS, ¡un dios: DIOS DIOS DIOS! … que al cabo de todos los cabos, que al borde de todos los bordes un día encontramos.
Cada vez más suelto, y más desasido; cada vez más libre, más ¡y más! ¡y más! a una libertad de puertas de Dios. Y entonces la puerta se abre… y ¡más libertad!
Estoy pasando la cuerda, cuerda que tú me has tendido, Dios mío, mi dios, ¡Dios mío! ¡Dios mío, no soples, Dios!
Siento la inminencia del dios Dios, del Dios con mayúscula, —el que nos enseñaron cuando niños y no aprendimos—. ¡Dios se me cierne en apretura de aire!
¡Se me está viniendo Dios en inminencia de alma! ¡Se me está acercando Dios en inminencia de amor! ¡Se me está llegando Dios en inminencia de Dios!
Este podría ser el último poema de Dios deseado y deseante, libro aparecido póstumamente en 1964, aunque anticipado en la entrega titulada Animal de fondo, publicada en Buenos Aires, por la editorial Pleamar, en 1949. El poema arriba transcrito fue encontrado el pasado mes de junio, en Puerto Rico, por los investigadores Rocío Bejarano y Joaquín Llansó, y dado a la luz por vez primera en ABC el 28 de junio de este año 2009. Los autores del descubrimiento, que en enero habían publicado la muy documentada edición crítica de Dios deseado y deseante (Animal de fondo) en la editorial Akal, atestiguan que, por el tipo de tinta utilizada por Juan Ramón, el poema debió de ser escrito en 1953 ó 1954, es decir, mucho después del grueso del libro, que data de 1948 y 1949. No obstante, por su contenido y la literalidad de algunos versos, este nuevo texto tendría que formar parte de ese mismo poemario y cerrarlo como un dramático aunque, a la vez, gozoso punto de llegada.
El hallazgo, además de regalarnos un gran poema, nos obliga a revisar la concepción de Dios que nos transmite Juan Ramón Jiménez en la última etapa de su poesía, pues lo expresado en esta composición rebasa la religiosidad panteísta mantenida hasta entonces. La cuestión es importante, pues Dios no es sólo un tema recurrente en la poesía juanramoniana, sino que, en su etapa americana, se constituye con frecuencia en el punto de mira desde el que el poeta puede contemplar toda la hermosura del mundo y de sí. La religiosidad de nuestro autor, de uno u otro signo a lo largo de su vastísima obra, aunque siempre alimentada por el sustrato de una fe cristiana, es tan honda como su deseo de conocimiento y de belleza; por lo cual este punto de llegada también ofrece muchas luces sobre el itinerario poético de Juan Ramón y sobre el sentido ascensional de toda su escritura.
Para que apreciemos la magnitud del salto espiritual que da nuestro autor a la luz de este poema inédito, basta con leer la carta que escribe a su amigo y editor español Juan Guerrero Ruiz en 1948, es decir, en el año de su viaje a Buenos Aires, en el que concibe gran parte de Dios deseado y deseante:
Mi querido Juan: (…) Yo, como lo he dicho tantas veces, creo, y he creído siempre, en un dios en inmanencia, y nada más. Y creo también que si yo me creara una imajen definida de ese dios, fuera del sentimiento bello de mi conciencia, sería una ofensa para él, porque entonces yo podría ser dios y él no podría ser igual que yo. Siendo él mi dios en conciencia llena de belleza, creo que se sentirá a gusto porque mi conciencia lo nombra como inmanente.
Todas las cosas de la vida debemos hacerlas con amor y por amor al prójimo, también cuando el prójimo quiere ser amable y amado, porque dios está en el prójimo y recibe el amor que le damos al prójimo. Que cada prójimo tenga a su dios es lo natural, ya que dios es una palabra, un nombre que se pone a lo que dios es y cada uno puede creer que es lo que es a su manera. (…)
De modo que ese dios inmanente al mundo y al yo es el que Juan Ramón confiesa explícitamente en esta carta y al que invoca en casi todos los poemas de Dios deseado y deseante: un dios ciertamente distinto del que viene al encuentro del poeta en esta composición inédita de 1954. Pero, para poder valorar con justeza este fenómeno espiritual que se produce entre 1949 y 1954, nos convendrá hacer un breve recorrido por la concepción de Dios en toda la poesía juanramoniana.
En su conjunto, la poesía escrita por Juan Ramón hasta 1916, año del Diario de un poeta reciencasado, nos revela a un Dios con mayúscula a quien el yo-poético se dirige o de quien habla como de alguien trascendente al mundo y Señor del destino universal, en consonancia con el Dios cristiano de su fe y de su vida espiritual infantil. Baste, para nuestro propósito, con recordar ese despertar del poema "Primavera amarilla", de la colección Poemas májicos y dolientes (1909), que termina con la visión de Dios cuidando de vivos y muertos:
(…)
Guirnaldas amarillas escalaban los árboles; el día era una gracia perfumada de oro, en un dorado despertar de vida. Entre los huesos de los muertos, abría Dios sus manos amarillas.
Si en la etapa que llega hasta 1916 Juan Ramón se nos presenta como el confidente de una naturaleza que, en plenitud sensible de vida y de armonía, le sirve a él de modelo acabado para dirigir los pasos de su existencia, a partir del Diario de un poeta reciencasado nuestro autor descubre su identidad esencial con el Mundo y trata de conocerse conociendo cada vez más a fondo la vida de las cosas, en una desnudez expresiva que lo impele a despejar el paisaje de todo elemento anecdótico. El poeta, en esta nueva etapa de amor conyugal, se reconoce uno con su esposa y con el Cosmos. Y esa identidad de esencia entre todo lo visible y su propio ser le produce tal maravilla, que su mirada apenas se ocupa de mirar más allá del cielo azul, es decir, más allá de este mundo visible y cercano. Dios no aparece en todas las colecciones poéticas de estos años y, cuando se le nombra muy ocasionalmente, jamás se le atribuye ningún protagonismo en el curso de la vida personal o de la vida del Cosmos. No se niega a Dios ni se le desprecia; pero su obrar no despierta el interés del poeta, empeñado como está en celebrar la grandeza de un Cosmos que es uno con él mismo. Hablar de mundanidad sería lo propio si por ello no se entendiera la acepción frívola que tiene esta palabra en castellano, sino su referencia a la persona que ha centrado su visión en este mundo perceptible y ha quedado fascinada por su esplendor. Tal es el estado espiritual que nos transmite, en su conjunto, la poesía de todos estos años transcurridos hasta el exilio del poeta.
Juan Ramón ha tomado conciencia viva de que él, como poeta, tiene la misma sustancia que el Cosmos, que es uno con él y que puede hablar por él mejor que nadie, pues su Yo le ha permitido conocer y expresar la Belleza sin más intermediarios
Pero ya en América, desde los poemas de En el otro costado, escritos entre 1936 y 1942 (salvo los fragmentos 2 y 3 de Espacio, que son posteriores), Juan Ramón, a la vista de una naturaleza y de un modo de vida tan distintos a los suyos de siempre, se siente urgido a buscar la Unidad con la más viva conciencia. No porque antes la hubiera puesto en duda, sino porque ahora el Mundo le parece tan inmenso y tan diverso que necesita un garante más sólido de su unidad, de su pervivencia y del lugar que el poeta ocupa en ese vastísimo Universo. De ahí que Juan Ramón busque a Dios como garante de todo lo existente e instancia cotidiana de su afán de absoluto; sólo que ya no se tratará de un Señor que existe antes que todo y lo ha creado todo, incluido el Yo del poeta. No: una vez que Juan Ramón ha tomado conciencia viva de que él, como poeta, tiene la misma sustancia que el Cosmos, que es uno con él y que puede hablar por él mejor que nadie, pues su Yo le ha permitido conocer y expresar la Belleza sin más intermediarios; una vez que el Yo es el Mundo y es la conciencia suprema de lo Bello, él será dios, un dios tan inmanente al mundo como al Yo del poeta, porque no es otra cosa que su propia conciencia de lo Bello, es decir, una conciencia purificada de todas las manchas morales y estéticas que Juan Ramón, en cuanto hombre, observa en sí mismo y en el mundo. Esta concepción radicalmente subjetiva de Dios lo lleva a la inmanencia de todo lo divino y, por ende, al panteísmo cósmico, como consta ya en el poema que abre Dios deseado y deseante:
No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo, ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano; eres igual y uno, eres distinto y todo; eres dios de lo hermoso conseguido, conciencia mía de lo hermoso.
Tal posición intelectual y espiritual es expuesta con mayor explicitud en la nota final que escribió para la edición de Animal de fondo (1949), libro que es, como sabemos, el anticipo de Dios deseado y deseante. En esa nota nos precisa el autor: "Para mí la poesía ha estado siempre íntimamente fundida con toda mi existencia y no ha sido poesía objetiva casi nunca. Y ¿cómo no había de estarlo en lo místico panteísta la forma suprema de lo bello para mí? No que yo haga poesía religiosa usual; al revés, lo poético lo considero como profundamente relijioso, esa relijión inmanente sin credo absoluto que yo siempre he profesado". Poco después añade: "Hoy concreto yo lo divino como una conciencia única, justa, universal de la belleza que está dentro de nosotros y fuera también y al mismo tiempo".
Sin temor a faltar a la verdad, por lo menos a la verdad transmitida por la poesía juanramoniana (que es lo que aquí me interesa), me parece difícil sostener, como le hemos oído decir al poeta, que esa religión inmanente al mundo haya sido profesada por él desde siempre; pues en los libros de la primera década del XX y parte de la segunda no se refleja tal identificación entre Dios y Mundo. El desde siempre habrá de entenderse, pues, como desde hace mucho tiempo, al menos, según hemos visto, desde los poemas de 1916. A tal conclusión llegamos enseguida si seguimos leyendo su nota para Animal de fondo:
Estos poemas los escribí yo mientras pensaba, ya en estas penúltimas de mi vida, repito, en lo que había yo hecho en este mundo para encontrar un dios posible por la poesía. Y pensé entonces que el camino hacia un dios era el mismo que cualquier camino vocativo, el mío de escritor poético, en este caso; que todo mi avance poético en la poesía era avance hacia dios, porque estaba creando un mundo del cual había de ser el fin un dios. Y comprendí que el fin de mi vocación y de mi vida era esta aludida conciencia mejor bella, es decir jeneral, puesto que para mí todo es o puede ser belleza y poesía, espresión de la belleza.
Los distintos poemas de Dios deseado y deseante nos transmiten por vía artística esta misma convicción, que se va enriqueciendo con los hechos vitales originarios de cada nuevo texto del libro. Entre muchos ejemplos, podemos aducir como prueba las dos últimas tiradas de "Para que yo te oiga", donde el yo-poético se dirige al mar:
Para que yo te oiga, mi conciencia en dios me abre tu ser todo para mí, y tú me entras en tu gran rumor, la infinita rapsodia de tu amor que yo sé que es de amor, pues que es tan bella.
¡Que es tan bella, aunque tú, mar amarillo y verde, no lo sepas acaso todavía, pero que yo lo sé escuchándola; y la cuento, (para que no se pierda) en la canción sucesiva del mundo en que va el hombre llevándote, con él, a su dios solo!
Este dios solo no es otro que la bella conciencia del poeta; de ninguna manera un ser trascendente al autor poético ni al mundo. Me ha interesa reparar en estos versos porque, aunque tal conclusión puede extraerse de la mayoría de los poemas del libro, en éste, concretamente, Juan Ramón nos revela que dios es un ser dinámico, como el yo-poético y su conciencia: un ser que se va haciendo a medida que se hace la Obra poética, a medida que la belleza del Universo se va tornando consciente y legible en la belleza creciente de su escritura. Por tanto, ese dios deseado y deseante no puede ser la perfección eterna y eternamente creadora del Dios cristiano.
Para Juan Ramón ese dios es deseado porque a él, como poeta y como hombre, le resulta necesario encontrar un fin, un sentido unitario a la vida del mundo y de su poesía, aunque ese fin coincida con su propia conciencia de lo bello
Lo que sí procede de un sustrato específicamente cristiano es el carácter doble de ese dios, que no es sólo deseado por el hombre, sino deseante, necesitado de alguien más. En efecto, en la fe cristiana Dios es la meta última y plena de toda aspiración humana, por mucho que el hombre no sea consciente de ese deseo de Dios. Pero el Dios cristiano no es sólo el deseado por el hombre, sino que Él, libremente enamorado de cada ser humano, lo busca hasta hacerse Él mismo hombre y dar su vida en la Cruz por cada hombre. Este Dios deseante del hombre por pura gratuidad, sin que tenga necesidad alguna de buscar a otro fuera de Sí, es el que está en el origen y a lo largo de toda la revelación bíblica. Juan Ramón, por supuesto, tiene reminiscencias de esas lecturas y de esas verdades religiosas, aunque en su libro tales caracteres de Dios (de dios) tengan un sentido muy diverso (nunca contrario). Para Juan Ramón ese dios es deseado porque a él, como poeta y como hombre, le resulta necesario encontrar un fin, un sentido unitario a la vida del mundo y de su poesía, aunque ese fin coincida con su propia conciencia de lo bello. Hay en esta etapa de su obra, sí, un empeño teleológico por encontrar la razón que corone y dé sentido al inmenso edificio de su Obra poética (de su Yo consciente). Pero, a la vez, ese dios con minúscula es deseante porque la conciencia del poeta no ha terminado de encontrar (es decir, de construir) toda la Belleza del Cosmos, que no estará acabada sin su poesía. La vida del autor no es otra que la de buscar y expresar conscientemente la mayor belleza posible; de ahí que su Yo y su dios estén vivamente urgidos por el deseo.
Esta concepción inmanente de Dios, que se despliega a lo largo de todo el libro, se ve de pronto superada y encumbrada en el poema encontrado este año por Rocío Bejarano y Joaquín Llansó (ABC, 28-VII-2009), el poema que encabeza estas líneas y que fue escrito cinco años después del grueso del libro. No obstante, antes de centrarme en él, debo advertir que, ya en los textos conocidos de Dios deseado y deseante, hay dos poemas puente entre una y otra concepción de Dios, entre la inmanencia y la trascendencia divinas. Me refiero a las composiciones "Como tú, mi amor, miras" y "Un dios en blanco", que fueron escritas a finales de 1952 y que el autor proyectó como textos finales de su libro (cfr. Lírica de una Atlántida, ed. de Alfonso Alegre Heitzmann, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 1999, notas de págs. 472-474). Leamos la primera tirada de "Un dios en blanco" (aunque deberíamos seguir el poema hasta el final) y comprenderemos el trato ciertamente distinto que el poeta da a Dios en relación con la gran mayoría de los poemas del libro:
Como en el infinito, Dios, vuelvo a tu orijen (tu orijen que es mi fin) y quizás a tu fin, sin nada de ese enmedio que las jentes te han puesto encima de tu sola, tu limpia luz.
Y así llegamos al "Dios final" que tanto me ha sorprendido en el reciente descubrimiento. Partimos de Dios / en busca de Dios, / sin saber qué buscamos. Son los versos iniciales, en los que el poeta ya considera a Dios en un grado de existencia superior al suyo y lo reconoce como fin necesario de todo hombre, aunque tantas veces caminemos sin saber qué buscamos. Por tanto, la búsqueda de Dios ya no es un empeño consciente del poeta, como nos declaraba en las notas de Animal de fondo leídas más arriba: es algo que ha brotado mucho más al fondo de su ser.
El dios con minúscula, / el dios bajo cielo, / el cielo que es mar, / sobre aire que es cielo, / ¡entre aire y marcielo, / y que es pleamar, y que es pleacielo! // El dios deseante, / el dios deseado, / —¡el dios deseado y deseante!— / me trae este Dios, / un dios Dios tan DIOS, / ¡un dios: DIOS DIOS DIOS! / …que al cabo de todos los cabos, / que al borde de todos los bordes / un día encontramos. Además de la distinción gráfica entre minúscula y mayúscula en el nombre de Dios, el poeta distingue verbalmente entre el dios con minúscula y Dios, de modo que aquel dios, aquel deseo de encontrar un sentido último al mundo y a su obra poética le han llevado hasta Dios. Pero un Dios que no es creación subjetiva ni resultado del esfuerzo humano, sino el Dios que un día encontramos por pura iniciativa de Él, sin que el mero empeño del hombre bastase para ese hallazgo totalmente gratuito; entre otras cosas, porque ese Dios está al borde de todos los bordes, allá donde acaba el mundo y está Él trascendiéndolo todo.
¡Con qué gozo saborea Juan Ramón esa inmensa libertad que disfruta contemplando la infinitud de Dios!, una libertad que supera todas las limitaciones del mundo, porque llega más allá de todas las puertas
Cada vez más suelto, y más desasido; / cada vez más libre, más ¡y más! ¡y más! / a una libertad de puertas de Dios. / Y entonces la puerta se abre… y ¡más libertad! ¡Con qué gozo saborea Juan Ramón esa inmensa libertad que disfruta contemplando la infinitud de Dios!, una libertad que supera todas las limitaciones del mundo, porque llega más allá de todas las puertas.
Estoy pasando la cuerda, / cuerda que Tú me has tendido, / Dios mío, mi dios, ¡Dios mío! / ¡Dios mío, no soples, Dios! La fuerza todopoderosa de Dios llena de temor al poeta: pero no por la violencia de esa fuerza, sino por el asombro que invade al ser humano cuando contempla su bajeza delante de un Dios tan inmenso y, a la vez, tan cercano. Porque la cercanía de ese Dios es fruto de un amor que sale al encuentro del hombre tendiéndole una cuerda desde arriba, desde un reino que no es el de este mundo. Y esta cuerda lanzada por Dios es la imagen de Juan Ramón equivalente a aquella secreta escala de San Juan de la Cruz, que le permitía, más allá de sus fuerzas y potencias, acceder a la presencia del Amado. El propio poeta se corrige cuando invoca a mi dios, al dios creado por su genio, en lugar de llamar al Dios mío, al Dios verdadero.
Siento la inminencia del dios Dios, / del Dios con mayúscula, / —el que nos enseñaron cuando niños/ y no aprendimos—. / ¡Dios se me cierne en apretura de aire! Por un camino no buscado, el dios suyo se le ha quedado pequeño ante el encuentro con ese Dios con mayúscula. Una vez más se hace patente el carácter gratuito y amoroso de ese encuentro, pues ese Dios final viene a ser el Dios quele enseñaron cuando niño sin que el poeta-niño lo pidiera y aunque después lo olvidara. Por otra parte, esta referencia a la niñez, de raigambre tan evangélica, enlaza y expresa con mayor explicitud la importancia de la inocencia moral en la aproximación y unión con Dios, que el poeta había subrayado en ese poema un poco anterior, de finales de 1952, titulado "Un dios en blanco", al que antes aludía como puente entre el resto del libro y este poema inédito que hoy estoy glosando. Allí se dice:
Una blanca hoja, reflejo de una mente en blanco, eres tú para mí, y en ella tú palpitas, con color de mi tiempo, desde aquel niñodiós que en mi Moguer de España fui yo un día, hasta este niñodiós que quiero otra vez ser para morir, el nuevo siempre; el que el niño comprende como niño, sin interés ninguno, como en el infinito, Dios, nuestro infinito.
Pero acabemos con la lectura del poema que aquí nos ocupa. ¡Se me está viniendo Dios / en inminencia de alma! / ¡Se me está acercando Dios / en inminencia de amor! / ¡Se me está llegando Dios / en inminencia de Dios! Las imágenes de la Naturaleza, que tanto esplendor han vertido en toda la poesía de Juan Ramón, se hacen ahora insuficientes ante la presencia cada vez más cercana de un Dios que no puede confundirse con ninguna de sus criaturas. Ante esa inminencia el poeta sólo puede hablar de alma (término que apenas ha salido en este libro tan religioso), de amor y… finalmente, puesto que Dios no es comparable con nada de este mundo, Dios se acerca al poeta como quien es, como Dios.
Sin querer cotejar esta glosa con los acontecimientos biográficos que vive Juan Ramón en este momento, como la enfermedad de Zenobia y las crisis depresivas que prácticamente le impedirán escribir en adelante; y sin poder apresurarme a hablar de un presentimiento de su propia muerte, lo cierto es que el Dios encontrado por el poeta es aquí radicalmente distinto del contemplado a lo largo de todo el libro al que pertenece (salvando esos dos poemas-puente que he apuntado). No obstante, el encuentro con un Dios personal y trascendente no resta significado a esos otros dioses que no tuvieron más sustancia que la tengo yo, sino que realza la importancia y la urgencia con que el poeta había tratado a su dios deseado y deseante. Por tanto, no hay una contradicción vital entre este poema y los precedentes, sino que el proceso espiritual antes iniciado desde la belleza del mundo alcanza ahora su culmen, pues el poeta ha sido elevado hacia la Belleza más alta.