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Fragmentos para Claudio Rodr�guez

HAY UN POEMA EN CONJUROS AL CUAL VUELVO SIEMPRE. DE IGUAL MODO, me martillea constante, desde que abrí el tomito de Adonais (en el 66 de mis 23), el primero –tan repetidos sólo sus versos iniciales, y poco más- de Don de la ebriedad. Aquel al cual me refiero es "Caza mayor". Siempre he querido explicar esa recurrencia porque, en ambos poemas, puedo reconocer la columna vertebral de esta poesía, única en la española del novecientos. Y no deja de ser significativo, además, que se trate de los dos libros iniciales de su autor, Claudio Rodríguez: en ellos, ya, todo. Procuraré explicarlo –repito- y, al tiempo, explicarme como lector: por qué es ésta la poesía que me importa, después de que hayan pasado décadas y se hayan fabricado generaciones para justificar lo injustificable: una escritura poética que es sólo somera mediocridad, por mucho que la crítica diga, las antologías proliferen replicas relojes y los presuntos poetas compongan el gesto para parecer tales… Cuando, en 1995, la editorial Torremozas publicó una nueva edición de Don de la ebriedad, Claudio Rodríguez puso unas palabras liminares, apenas una página, que merecen ser recordadas ahora, antes de entrar en materia, para dejar clara la distancia que, con respecto a esas décadas, a esas generaciones, a esos vulgares pronunciamientos, marca la poesía –un poeta- de verdad. Subrayaré algunas cosas de las que allí decía nuestro escritor que, por otro lado, es lo que siempre ha dicho –de una u otra manera- sobre el ser de la poesía, mucho más que sobre su propia poesía.

Mira hacia atrás, nada menos que cuarenta años atrás, y se pregunta qué grado de familiaridad existe entre aquel muchacho de diecisiete, "con una ausencia de conocimiento –no de cultura, de destreza, de oficio", y el escritor que –pasados los sesenta- vuelve a aquellos poemas. Un ejercicio, podría decirse, de humildad; aunque para mí, atendiendo a su razón de ser como poeta, se me hace que es reflexión (en todos los sentidos de esta palabra) sobre el oficio mismo de la escritura: ese pensar mueve siempre el decir de Claudio Rodríguez. Y nada más preguntarse por aquello, establece –por algo será- los extremos que han dado ser y sentido a su escritura: poesía como don ("una entrega"); poesía como ebriedad ("un entusiasmo en el sentido platónico de inspiración… o, cristianamente, de fervor"). Pretende establecer un discrimen con lo que hubo de seguir, poemas que "manaron de la contemplación viva, caminada, paso a paso (…) con mi alma dentro, que es lo esencial". Mi pregunta: ¿no es, acaso, contemplación viva aquella entrega inicial, todo fervor? Y qué sino ritmo –con alma dentro- lo que produjo esta iluminación desde el principio… Esto quizá suene a música celestial a quienes escriben armados de una palabra asertiva, pertrechados de una retórica remontada, por más que la disfracen de cotidianidad; pero el poeta sólo define así –y no es poco- la elemental complejidad del conocimiento poético y su necesario salto expresivo. Y nada tiene que ver con la palabra redundante habitual en nuestra poesía última, penúltima y hasta antepenúltima, que se limita –complaciente- a poner pie a la realidad, para decirla tal cual. Y qué consigue.

Un párrafo más. Las palabras del poeta lo requieren. Claudio Rodríguez considera la experiencia poética como "una invención –que es canto- en el sentido de descubrimiento, sorpresa". No de otra forma puede ser. El poeta, siempre, el extraviado; en dicho extravío, en tal desvío de búsqueda, da con el alumbramiento. No apresta las palabras para reiterar lo sabido con precisión de sabiduría, con rotunda, redondeada expresión. ¿Y hallar qué? "La certeza única –responde-, lo secreto, lo sagrado, la salvación, a través del lenguaje". Esa la clave de todo: no el triunfo; el reconocimiento de lo contrario, de las carencias y limitaciones del ser; su sed de conocimiento pide más, entrar en la demasía que es su manquedad, y a ver hasta dónde el lenguaje, la palabra, puede. Dije el extraviado. Claudio Rodríguez lo corrobora cuando pregunta, y deja en evidencia la perplejidad, última orilla a donde el poeta llega tras ese acarreo de la palabra, y a ver qué: "¿Y qué sé yo ahora? Como entonces (…). ¿Y mi ignorancia era sabiduría?". Me quedo sin respuesta. Porque no soy poeta, claro. Como lector, sin embargo, he llegado al convencimiento de que si, al final de dicha experiencia, no se abren tales interrogantes, bien claro queda que no estaré –no estaremos- ante una escritura que sea poesía de verdad. Leamos, pues, sin más preámbulos. Mejor, sin prolongarlos; pero sin perderlos de vista en ningún momento.

En vez de poner su palabra al servicio de lo que quiere decir –tal entre nosotros se ha hecho (mala) costumbre- se detiene en el momento de la iluminación y la deja ahí –vibrando, llameando- en su verdad.
PORQUE TAL VEZ, Y DE FORMA REITERADA, NOS QUEDAMOS EN LAS PALABRAS, en la musiquilla del verso. Eso nos pone. Pero así nunca entraremos en este mundo que la poesía de Claudio Rodríguez nos invita a habitar. Porque es habitación; eso, lo primero: espacio de acogida. Ahora bien, aquí, cada palabra vale su peso en oro; no podremos malgastarlas leyendo como siempre: se trata de un espacio ocupado ya, desde el principio: la claridad "no se halla entre las cosas / sino muy por encima, y las ocupa / haciendo de ello vida y labor propias". Las llena, claro; pero se apodera también de ellas, y puede que desde entonces funja como amenaza y no lo notemos. Pero el poeta sí; está para eso, para ver bien y, sobre todo, para pensar mejor. En vez de poner su palabra al servicio de lo que quiere decir –tal entre nosotros se ha hecho (mala) costumbre- se detiene en el momento de la iluminación y la deja ahí –vibrando, llameando- en su verdad. Hay tiempo, entonces, para ahondar (verticalidad del discurso; radicalidad, porque a la raíz llega); ni es asunto pasajero ni simple satisfacción que se recibe. La experiencia, vida que no podrá ser sin esfuerzo; que obliga a afanarse, a preocuparse. No basta con decir qué pasa o qué me pasa, o qué hay… Siempre, a posteriori. Se trata de ir viendo, desvelando qué más, ese margen de lo posible sin el cual nunca seremos completos. Notoria, y explícita, por ejemplo, la diferencia entre el día (apenas un nombre) y la noche que "cierra el gran aposento de sus sombras". La desproporción, por algo: perplejidad de quien llega con la palabra a tales confines y ve alzarse ante sí una demasía cerrada que le corta el paso.

La claridad, pues, ocupa y contiene todo en su amor. De ese modo se reconoce el carácter sustantivamente orgánico del poema: cuerpo con su corazón dentro. Porque no se trata de representar el mundo (error permanente, empecinado, de nuestra poesía) sino de abrirlo, como cuerpo que es, a la posesión (¡Si ya nos llega, / y es pronto aún, ya llega a la redonda, / a la manera de los vuelos tuyos / y se cierne, y se aleja y, aún remonta, / nada hay tan claro como sus impulsos!). La sintaxis -que es, siempre, la semántica, pues es el ritmo, y nada que ver éste con el compás que se dice- hace respirar al lenguaje, latir al poema en el momento de la posesión: momento de pararse para decir el pensar, para despertar la energía de ese organismo único que, por el poema, se nos ofrece. Vuelo e impulso, así, el centro del poema (no digo sólo de este poema), siempre algo vivo cuando es tal. Por eso continúa en la sucesión agolpada de las acciones, en la extremada precisión que las define: al tiempo que separar, comprender, cuando cierne para llevarnos al conocimiento; y ahí, vuelo –celebración ya- que remonta hasta la forma que se ansía, hasta qué materia. En tal deslumbramiento se inicia el segundo movimiento, "quemándose a sí misma [la claridad] al cumplir su obra": gerundio e infinitivo duplican la acción en esa rara plenitud donde la labor ha hecho de la claridad –al consumirse- su forma deseada. Podría parecer que la expresión va a lo abstracto y elusivo. Léase, sin embargo, como es, como se debe: consumiéndonos en la misma palabra, en la acción afanosa que justifica el poema como –repito- cuerpo, en su consumición y consumación. Carnalidad de la poesía de Claudio Rodríguez que lo hace pariente –tan próximo, quién lo diría- de César Vallejo, atados ambos –en eso- al vértice del místico Juan de Yepes.

Ni desánimo ni desesperanza, entereza de una sabiduría que no puede ser sino poética, nacida de aquel temblor ante la demasía, que deja sin efecto esa palabra asertiva y superior que se gastan nuestros poetas del común (...).
¿Es, entonces, la claridad, o la vida en ella contenida, por ella ocupada, lo que en el poema se juega, nos jugamos? ¿Por qué se hurtaba aquel aposento de sombras? Preguntas que mueven la palabra poética de Claudio Rodríguez; las que abren camino hacia una "forma interior revelada y expresada" (Tomás Sánchez Santiago) que, primero, ha de hallarse –y ya es compleja dicha experiencia-; y por si no bastara, ha de tener la palabra exacta para el hallazgo –y esto, ya, imposible. Conciencia, concluye el propio Sánchez Santiago, "de estar cantando cargado[s] de imposibilidad, hechizado[s] a la vez por el ritmo vital del mundo y por el de la lengua poética". Cumplir la experiencia: asumir la entrega, esa donación en la cual todo comenzó. No es premio, sino sacrificio. Un verso suelto lo corrobora (Como yo, como todo lo que espera), situado en la víspera de la inminencia del despojamiento, del desprendimiento imprescindible: "Si tú la luz te la has llevado toda". ¿Quién ese tú? Si leemos someramente, la claridad. Pero hay otro verso, antes, que nos dejó idéntica desazón: ¿Quién hace menos creados a los seres?. Sabemos, entonces, que quien escribe es tú; quien lee, tú; que el misterio mayor, aquí revelado, es que la vida nos descrea. El nuevo interrogante a más luz nos lleva, a más saber: "¿cómo voy a esperar nada del alba?". Ni desánimo ni desesperanza, entereza de una sabiduría que no puede ser sino poética, nacida de aquel temblor ante la demasía, que deja sin efecto esa palabra asertiva y superior que se gastan nuestros poetas del común, y que apenas ha alimentado "escrituras fundadoras de simulacros" (Tomás Sánchez Santiago). Con un agravante: los presuntos creen responder así a un tiempo de miseria; sólo consiguen una escritura igual de miserable; digo, por su pobreza.

Acaba el poema con la miel en los labios: mi boca / espera, y mi alma espera, y tú esperas, / ebria persecución, claridad sola / mortal: urgencia, a un tiempo, de contacto corporal (alimento, bebida) y del ansia de más (entusiasmo intelectual) que sacude el espíritu para alzarlo a la luz. Verdadera comunión la poesía, y además persecución, porque vida y labor han cumplido su acción corrosiva. Dos versos más, apenas, y quedamos ante el descubrimiento mayor: creímos que era claridad y elevación, y es trampa mortal; el amor, su máscara: como el abrazo de las hoces, / pero abrazo hasta el fin que nunca afloja. Apretura de cuerpos, pero la hoz rodea esta gavilla hasta el fin. Acaba el poema, sí; pero en un gesto final que no se dice: consumación del tajo. Queda el puñado en una mano; el instrumento cortante, decisivo, que apareció inopinadamente, en la otra. Tanta ilusión y claridad y energía nos entusiasmaron… Y eran contrarias.

SI DE ESTO ENTIENDO ALGO (LAS DUDAS CRECEN A MEDIDA QUE PASA EL TIEMPO, que es mayor la experiencia: qué paradoja); si he aprendido algo, debo decir que de Don de la ebriedad a Conjuros se dibuja ese salto que lleva la palabra poética de su brote primordial (aparición) al hallazgo de su forma; de la explosión y expansión a su proclamación, a su pronunciamiento. El título lo confirma: conjuro, palabra dicha, evidencia expresiva: fórmula mágica, pero también –no se debe orillar aquí- llamada, convocatoria a un secreto plan: reconocimiento cómplice. Fundamental, cuando ya andamos en tratos con la vida y su natural desgaste, con el individuo y su constitutiva carencia. Error será leer la poesía de Claudio Rodríguez -¡se ha hecho tanto!- desde el rehilamiento retórico, desde esa campanuda rotundidad, que aquí se cree lo propio del lenguaje poético y no es así. Al parecer, nadie ha notado el sentido inverso que nuestro poeta da a la retórica. Sucedía en su primer libro; lo confirma Conjuros, y nada digamos de cuanto vendrá después, que al final la evidencia será casi una leyenda. En este término habría que detenerse con atención: de nuevo forma y fórmula expresivas de una palabra que da vida, como el conjuro, y que con él comparte ese fondo de complicidad colectiva, de memoria. 

"Caza mayor", una lectura que para mí ha sido más que eso: un modo de convivencia con la poesía, con el lenguaje que la hace posible. Aunque sólo a la larga haya tomado conciencia de ello. Una y otra vez volvía al poema, porque hay en él algo de mi propio aprendizaje. Soy de los que hemos dejado el hogar y regresamos periódicamente y palpamos cuanto ya no somos. Mas nunca vencido por la nostalgia; el pensamiento se engalla en medio de los dos extremos: la residencia, la ausencia. Pero no hablo del caso particular (tampoco lo hace el poema). En esta experiencia, tan delicada, el convencimiento de quedar desguarnecido ante la vida, y que eso es la vida: encontrarse con el mundo propio, con uno mismo, y que todo se revele ajeno, y se vaya (¡Venga / lo mío! ¡Madre, a ver qué desbandada / es ésta!), y cómo acertar a impedirlo. Ni cama, ni madre siquiera; la lección, que se asiste al deterioro de los sueños. Casi veinte años después de Conjuros, las piezas van encajando. El vuelo de la celebración se abre con estos versos: Cómo conozco el algodón y el hilo de esta almohada / herida por mis sueños, / sollozada y desierta, / donde crecí durante quince años. La misma situación, aunque haya cambiado el modo poético: certeza aquí de lo que otrora fue desconsolado asombro. Conocimiento, además, del algodón y del hilo, de la materia y memoria del asunto.

Nuestro poeta comienza con un estallido de sueños y palomas, que cómo atajar su derramamiento aquí en tierra, aquí a mi lado. / ¡Pero es que se me van! ¡Cerrad las puertas, / cerrad esa ventana que mi vida / se va!. Una ingenuidad que es impotencia se sustancia en grito, en apóstrofes que solicitan ayuda. La madre permanece en silencio ("La culpa es tuya, madre, que no me velaste") y asoma subrepticiamente una amenaza imposible de dominar: sueños y palomas, casa y cama y madre, espantadas ("al ojeo") hacia donde aguarda el cazador. Detenimiento, entonces. Una tensión ante la inminencia: el cobro de la pieza será sólo cuestión de tiempo. ¿No se repite aquel abrazo de las hoces, su escondida presencia? Dijimos que conjuro. No puede extrañar que del poema se adueñen estas formas del habla, una sustantiva oralidad, a la que tanto teme la poesía española, porque la deja sin armazón de escritura. La voz, su fragmentación constante, sus cortes y pausas; formas coloquiales del diminutivo y las onomatopeyas. Pero, sobre todo eso, la quebradura sintáctica que le confiere un ritmo natural, una verdadera respiración. Esta palabra, y el poema todo, contaminados de existencia: como quien no quiere la cosa, el poeta va y señala: "que mi vida se va".

Digan a quienes hoy escriben que ésta es la prueba, y ninguna otra; que el caso es alumbrar sueños como el barbo / sus huevas, restregándose / contra la peña, contra lecho y lecho. Nunca se sabe; se va y se aprende "dando mi vida".
El poema crece con idéntico ritmo: hay pausas y desvíos sintácticos hacia una expresión que se carga de gestualidad. Desvíos de lo mismo; pero, sin ellos, dónde la dimensión poética de la pérdida del impulso, de la puesta de sol en soledad: urgencia del deseo, por mucho que aguarde el vacío. Arrebujado "en la prieta vaina pura" (¿sólo cama; sólo metáfora?) de su germinación, aquel niño madura "y apunta ya, y no sabe, y la cosecha…"; ignora qué esfuerzo, "del espíritu humano, de la vida humana", aguarda fuera. En El vuelo de la celebración, de nuevo; y con mayor contundencia: Porque tú eres la almendra / dentro del ataúd. Siempre madura. Digan a quienes hoy escriben que ésta es la prueba, y ninguna otra; que el caso es alumbrar sueños como el barbo / sus huevas, restregándose / contra la peña, contra lecho y lecho. Nunca se sabe; se va y se aprende "dando mi vida". Se trata de una "cacería a campo abierto, a tiro limpio"; y hay que andar listo y con los ojos bien abiertos (azuza, / corazón, que ahí está la pieza) y todos los sentidos a punto. Véase –oígase- la respiración que digo; cómo se hace semántica la sintaxis: Olisca / vida mía, rastrea / esta sangre, esta cálida / música fiel del sueño. / ¡Sea yo quien lo vea / entre las firmes piernas de mis años. Nada tiene que ver aquí con la realidad a ras de suelo (ni cama, ni madre, ni todos vosotros); ni con la ternura (otra, la de Claudio Rodríguez); todo se revesa y se hace drama (por algo la oralidad y gestualidad, dueñas del discurso). Se va a la caza de lo huido, mientras el tiempo se agota y el poema concluye: Aquí no estoy. Madre, ésta no es mi cama. / ¡Pero si es la de todos, si es la dura / pero con hoyo! Tierra. ¿Y quién la hizo / tan mal todo este tiempo, madre mía?. ¿Habla a la madre o expresa su torpeza por no haber entendido, con esa exclamación coloquial?

CONCLUIRÉ CON EL PROPIO ESCRITOR. EN LOS ÚLTIMOS PLAZOS DE SU TRAYECTORIA, declara: "Sigo creyendo, como el primer día, en esta ebriedad, en esta aventura, en este peligro que es fracaso y triunfo". Determina así los vértices que delimitan el espacio de su escritura: ebriedad, aventura, peligro. El poeta, en su ser. Que no es, en absoluto, la posición altiva de quien sabe, de quien cree hallarse en posesión de una verdad. El poeta, en ese temblor, límite de fracaso, porque en el lenguaje, en cada palabra que da, le va la vida. Lo dice así, y parece tan sencillo; sin embargo, es tanta la complejidad de este ejercicio (esta ejercitación) que requiere esfuerzo grande; y más, conciencia –como demuestra- del riesgo al cual se expone (lo que has ganado / tú lo has perdido. No lo has perdido. Espera –leemos en Casi una leyenda). Una rectificación que pide detenimiento (ya lo vimos); el movimiento del poema ahonda antes que avanzar; y no se retrae ante el abismo que sigue al límite: salta, con todas sus consecuencias. Por algo nuestro autor confiesa, también en los amenes de su escritura, que hacer poesía es como ejecutar "una sinfonía agridulce, como la vida misma": concordancia y concurrencia en aquel espacio –habitación dijimos- de encuentro y reconocimiento. Si conjuro era decir; leyenda es leer, pensar y recoger, como en redil a la caída de la tarde, aquel mundo y sus figuras; y hacerlo con una oración: Tú perdona, vida mía, / hermana mía (…) que el soborno del cielo traicionero / no entre en tu juventud, en tu blanca / vil muerte” (El vuelo de la celebración).

Aun en su último libro, cuando ya la meditación lo ocupa todo, la respiración siempre al borde: Se oye / el ansia viva en cada movimiento / estoy perdiendo cada vez más alma / aunque gane en sentido. Es la condición metafísica de su escritura; nada que ver con la imprecisión que ahora se hace pasar por tal, para que valga cualquier cosa: tiene que haber pensamiento y, si lo hay, no basta con enfundarlo en los versos; debe pautar aquel detenimiento al cual me he referido y abordar la precisión verbal que diga la demasía. En sus poemas, Claudio Rodríguez acoge siempre el debate con el misterio de la presencia de la realidad en la evidencia de lo faltante, ese más saber: Cualquiera sabe, y menos ahora cuando / te has olvidado de entregar al aire / el alma, / y cuanto más respiras más te vas yendo / y te llama, y ya nunca… Lo que decíamos del abismo: aire y vuelo, espacios donde se negocia la palabra poética, y ningún otro. Mas no se tome al pie de la letra; hablo de lo delicado de ambos, por el peligro que entrañan: Qué temprano, qué tarde, cuánto duran / esta escena, este viento, esta mañana. En la prolongación anafórica, la marca de la continuidad, de la no extinguida energía de la palabra, de su permanencia. Nunca podrá vivir el lenguaje poético sometido; expuesto a la aventura siempre, aunque ronde la sombra del fracaso. Mejor, porque ronda siempre dicha sombra.

Jorge Rodríguez Padrón 
              
             

 

 

 










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