Hará poco más de un año y medio que la prensa española recogió en letra pequeña, y con pocos meses de distancia, dos noticias necrológicas que hubieran merecido un mejor tratamiento: la muerte de los poetas Eugenio Montejo y José Watanabe. De antemano pido perdón por un comienzo tan melancólico, pero la noticia me llamó la atención en su día y sentí su injusticia. Se puede pensar con abundancia de argumentos que tanto el venezolano Montejo como el peruano Watanabe han dejado, para quienes nos hemos quedado, una obra poética excelente, acaso de las mejores que se hayan escrito en castellano durante el pasado siglo. ¿Por qué entonces no se supo más de ellos? Y no sólo me refiero a los dos autores citados, sino que me extiendo a otros nombres: Cadenas, Lizalde, Varela, Pizarnik, Eliseo Diego, Baquero, Sologuren, Lihn… Son muy buenos poetas, pero ¿qué ha impedido que sean más conocidos y apreciados? La respuesta no es fácil y necesitaría de más espacio del que tengo para averiguar por qué la poesía hispanoamericana de los últimos cincuenta años ha carecido de la expansión que tuvieron generaciones anteriores, las que alumbraron a Darío, Neruda, Paz, Borges o Vallejo. No obstante, me parece que hay, al menos con toda seguridad, una respuesta fundamental: les faltaron antologías.
Y no me refiero a las antologías de alcance nacional, que ésas existen, y muy buenas, para Chile, México, Venezuela, Perú, Argentina… sino otras que divulgasen de forma efectiva por toda la comunidad de habla española una producción rica, diversa y compleja.
No deja de ser llamativo que, mientras la narrativa iniciase su particular boom en los años sesenta, la poesía hispanoamericana contemporánea pasase a un plano más discreto. Mientras críticos, lectores y profesores se hacían lenguas de García Márquez, Vargas Llosa o Fuentes, pocos se preocupaban de Eielson, Baquero o Teillier. Si acaso, despuntaban Ernesto Cardenal o Nicanor Parra, más por su faceta pública y rompedora (cada uno a su estilo, se entiende). Por lo demás, el conocimiento de la poesía hispanoamericana se quedaba en las vacas sagradas. Ya las conocemos de memoria: Neruda, Darío, Vallejo, Paz, Borges y alguno más.
Para salir del sota, caballo y rey, es necesario contar con visiones amplias y actuales, que actualicen para el lector hispánico su conocimiento de una realidad riquísima y variada. Este es el propósito de la reciente antología preparada por los profesores Esteban y Gallego y publicada por Visor: Juegos de manos (Antología de la poesía hispanoamericana de mitad del siglo XX).
Los autores de la antología dicen sentirse continuadores de la que preparó José Olivio Jiménez allá por 1971. Aunque noble, ésta es una afirmación que se pasa de modesta. La selección preparada por el gran crítico cubano se detenía en los años cuarenta y se aprovechaba del valor canónico, ya por entonces indiscutido, de la mayoría de sus autores elegidos. Esto tiene poco que ver con la antología de Ángel Esteban y Ana Gallego, que han tenido que vérselas con un corpus infinitamente más vasto y, por tanto, con más problemas. De entrada, Juegos de manos es un libro casi enciclopédico: nada menos que cincuenta y siete poetas reunidos en un extenso volumen de más de mil páginas. Por la misma razón ha prevalecido el criterio de buscar representación, cuando ha sido posible, en la mayor parte de los países. No hay sólo poetas de México, Argentina, Cuba, Chile o Perú, por referirnos a las mejores tradiciones nacionales, sino también de Honduras, Costa Rica, El Salvador o Puerto Rico.
No existe la antología que pueda aplaudirse sinceramente de cabo a rabo. Uno lamenta que no aparezcan Watanabe, Juan L. Ortiz o Vicente Gerbasi, aunque éste último no está porque ya lo incluyó José Olivio Jiménez. Problemas de las cronologías. En cambio, para la mayoría supondrán un descubrimiento la frescura de la cubana Carilda Oliver o el ingenio de su compatriota Luis Rogelio Nogueras. Creo que ahí se han arriesgado, con muy buen criterio, los antólogos.
Por otro lado, me rechinan unos pocos nombres, tanto por su calidad discutible como por su previsible inclusión… El tono conversacional, seña de identidad de tantos poetas de los sesenta, tiene el riesgo de la sensiblería o el tono superficial. En mi opinión, Mario Benedetti es un ejemplo excelso de todo esto. Otro, no menos conspicuo, es Gioconda Belli, a quien debemos estas líneas que podrían haberse extraído de cualquier suplemento dominical: Hoy, día de mi cumpleaños / qué pereza preocuparme por guardar la línea. / Escribo esto, entonces, mientras como chocolate y bebo una deliciosa, caliente, bebida de café y vainilla.
Valga como antídoto de urgencia este poema admirable de Montejo:
La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
ni siquiera palabras.
Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos.
Obviamente los rumbos de la poesía, con independencia de las poéticas particulares de cada cual, han ido por senderos lejanos de la facilidad y el cliché. Hay un enorme trabajo detrás de la dicción serena de Eugenio Montejo, el verso duro y amargo de Blanca Varela, la melancolía ajustada de Sologuren, la desolación enloquecida de Pizarnik, la precisión y la ironía de Lizalde… Podrían citarse tantos nombres aun a sabiendas del escaso eco que muchos de ellos han tenido entre los lectores de poesía, no sólo en España, sino fuera de cada una de sus respectivas naciones. No sólo hay un océano entre España e Hispanoamérica, sino que median murallas entre cada una de las repúblicas. Es problema antiguo éste, y no resulta infrecuente que un gran autor peruano no sea conocido en Argentina, y viceversa. De ahí la enorme utilidad de antologías como ésta.
Ciertamente la galaxia de Internet nos permite acercarnos a tantos poetas al alcance de un clic, como nunca antes se hubiera soñado. Es probable, incluso, que la proximidad cotidiana de los poetas hispanoamericanos que se asomen a nuestra pantalla elimine esas crónicas sensaciones de exotismo que tienen tantos lectores de la península al conocer unos versos escritos en su idioma y pensados en otro lugar. Pero, a día de hoy, hay algo que no puede realizar una página de Internet por nosotros: seleccionar un canon a partir del cual luego orientemos futuras lecturas. Ésta ha sido la misión capital de todas las buenas antologías a lo largo de la historia. Y en este punto Juegos de manos no se aparta de la tradición.
Javier de Navascués
www.trustytimenoob.com