La realidad es la realidad: somos herederos de una tradición poética –no dada acaso con tal intensidad en otros países de América Latina– que atravesó literariamente todo el siglo veinte chileno y continúa para este veintiuno. Un país como Chile de alta geografía cordillerana andina, y de altas cumbres también en su poesía: Un Pablo Neruda, una Gabriela Mistral (ambos premios Nobel de Literatura), un Vicente Huidobro, un Pablo de Rokha. Todos grandes tembladeras o vivos volcanes en permanente ebullición, en un suelo nutricio de tantos volcanes. No en vano Temblor de cielo será título y esplendor en uno de los libros del creacionista y vanguardista Huidobro. Y volcánica, desde lo más genital de lo terrestre, la poesía misma de Neruda. La naturaleza y su cosmogonía en Tala, esa materia alucinada y poderosa en nuestra Mistral. O en la escritura y reescritura de lo humano en sus Gemidos y blasfemias de un De Rokha.
Así, cada generación de poetas chilenos —desde los inicios mismos del siglo veinte— viene, de por sí, casi ontológicamente enriquecida, acuñada, encauzada por las experiencias primeras, en una especie de encadenamiento o vasos trasvasijadores. Mi generación, por ejemplo, la mía mía —generación de los años setenta— no oculta su raíz de aquellas herencias tutelares dejadas por sus predecesores (un Teillier, un Lihn, un Rojas, un Parra, un Neruda, una Mistral), y éstos de aquellos, y así en una continua relación y vivencialidad casi genealógica de coincidencias temperamentales o rejuntas tácitas o de relación dialéctica de un poeta a otro —la angustia de las influencias, la llamaría Harold Bloom—, y que suele notarse al poco que se raspe fibra adentro.
En cualquier caso, Neruda ha sido el más influyente de todos por el espacio de varias generaciones. No digo ya en su tipificadora escritura (ceremoniosa y misteriosa y ritual) o en el tratamiento de sus temas, sino y fundamentalmente en una toma de conciencia en el ser y hacer poesía, de un oficio y reflexión, e incluso en la aventura de la palabra poética y de su creatividad consustancial. Palabra poética como experiencia de lenguaje, y como experiencia de vida y de conducta. Recuérdese que el mismo Neruda se consideraba, andando el tiempo, un poeta de utilidad pública. Es decir de acercamiento a lo vivencial humano y social, y las gentes. Y de ahí sus recitales-muchedumbres en teatros, sindicatos, mercados y ferias públicas. Y, a su vez, Nicanor Parra, el más vigente e influyente de los poetas (y antipoetas) chilenos actuales, ha proclamado siempre al poeta como un ciudadano común y corriente, como un hombre más de la tribu. Ya no el poeta en su luminoso Olimpo, sino el poeta en la multánime vida ciudadana.
De manera que por aquí, y más allá de generaciones, temas y tratamientos de escrituras poéticas varias, tenemos que empezar a encontrarnos y reencontrarnos con esta realidad o circunstancia de una poesía ardida de cierto fervor público. Fenómeno singularísimo, sin duda, que deja de manifiesto el sentir social de un Chile que recobra, en la poesía, sus valores literarios y sus identidades de país poético desde sus orígenes, y a pesar de ciertas noches oscuras y atrabiliarias de décadas más o menos recientes. No en vano Ercilla, don Alonso, nos dejaría, en otros tiempos de arcabuces y conquista, sus octavas reales de admiración araucana. Y siglos después, un Rubén Darío vendría a nado de su Nicaragua natal al Chile de la australidad para salir azul-modernista al mundo. Y entrando, luego, en los años mismos de un siglo veinte enriquecido de poesía contemporánea, vanguardista y universal. De ahí que serán siempre válidas las enfáticas e interrogantes palabras de Gonzalo Rojas, esotro poeta nuestro en sus visiones actuales: "¿No se ha dicho una y otra vez que los poetas entran con libertad y dominio en la visión de los poetas?"
Sin embargo, este fervor —más bien un interés, una necesidad de comunicación y diálogo con/y desde la poesía y sus autores— no quiere decir que se vuelque hacia una línea temática prototípica de lo esencialmente social o testimonial o de la contingencia partidista dada por las circunstanciales ocasionales, sino que viene a ser la más amplia y plena revelación de las más varias vertientes de la poesía chilena de este tiempo y otros tiempos. Por allí anda ese sello que le da novedad, originalidad y prestigio a una poesía que se libera de influencias y de sombras, que dice lo que tiene que decir con personalidad definida. Por cierto, también, que la poesía chilena no es, en general, iconoclasta ni cuestionadora de unos con otros, sino más bien analítica, rigurosa, exigente. Estas lecturas a cabeza abierta representan bien el proceso y desarrollo de una poesía en el medio nacional y con poetas en sus estilos, temáticas y lenguajes más diversos. Y constituyen especies de antologías orales en su relevancia de tareas, oficios y afanes creadores. Así las obras de estos autores, entre los cuales me incluyo, son parte de un proceso social, artístico, literario y ciudadano en la cotidianidad del vivir y del desvivirse.
No extrañará, entonces, que a partir de estas últimas décadas, la poesía chilena se haya transformado en un referente público y ciudadano de singulares características. Es decir, surge un abierto fervor e interés a través de talleres, encuentros, lecturas y recitales abiertos de los propios mismos poetas hacia la comunidad, y de ésta hacia los poetas. "Subterráneos misterios" que sólo la poesía puede hacer realidad. Esa realidad de tres mil o cinco mil personas, de todas las edades, formaciones y oficios, escuchando en una plaza pública de Santiago de Chile, a poetas de generaciones diversas leer a los cuatro vientos sus poemas. Y no sólo en un acto ocasional, sino en jornadas y programas que abren permanentemente auditorios, paraninfos y otros espacios públicos de universidades, municipios, atrios de iglesias, sindicatos, centros culturales, bibliotecas, ferias del libro, sedes deportivas y multicanchas, y hasta vinosos y festivos bares, sin que se le puedan poner puertas al campo.
La poesía está ahí, escuchada y sentida por un público siempre fervoroso, atento y participativo. La poesía pareciera estar en la calle misma y en el corazón y el sentir de esas gentes, muchas en ese espacio público y urbano. Ejemplo de todo este admirativo fervor queda en evidencia en la múltiple convocatoria que, año a año, tiene el Taller de Poesía de la Fundación Neruda, que abre espacio a los más jóvenes de los jóvenes poetas chilenos, y en ellos a las generaciones más recientes. Muchos de estos jóvenes constituyen el colectivo literario Poquita Fe, que resueltamente "se toman" la ciudad y las ciudades de Chile en sus anuales recitales cargados, después de todo, de profunda "fe" en la visión comunicable de la poesía. Y para qué decir de aquel otro encuentro anual mayor —ChilePoesía—, paradigma cierto de remecer casi al país entero con las lecturas de una cincuentena de poetas para una cincuentena de escenarios distintos. Y escenario principal será siempre nada menos que la llamada Plaza de la Ciudadanía, en las puertas mismas del Palacio de La Moneda, la casa de gobierno de Chile. Nadie se mueve por horas, hasta muy entrada la noche, como si el último y, a su vez, primer poeta de esa noche fuera el mismísimo Neruda: "Mi canto no termina. Otros renovarán la forma y el sentido. Temblarán los libros en los anaqueles y nuevas palabras insólitas, nuevos signos y nuevos sellos sacudirán las puertas de la poesía".
Esas nuevas palabras insólitas, esos nuevos signos y esos nuevos sellos corresponden, sin duda, a la poesía de un país, Chile, en este continente de la América del Sur. Poesía que, a través de estas manifestaciones públicas y ciudadanas, hace revivir los destinos y los sueños de ese país y de ese continente.
Jaime Quezada
Poeta chileno y director del Taller de Poesía de la Fundación Pablo Neruda