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Poesía y religión: reflexiones para nuestro tiempo

Cada poema que escribimos o leemos nos introduce en una estancia secreta del mundo. No en un mundo distinto, que no existe, sino en este mundo nuestro, el único real, ya que sólo la Realidad (lo que es o podría ser) es capaz de despertar nuestro entusiasmo, de suscitar emociones plenas y de inquietar a nuestra inteligencia para la conquista de nuevas verdades. Entusiasmo por la vida, emoción plena e inquietud de la inteligencia: he aquí los tres efectos propios de la verdadera poesía, esenciales e inseparables en todo acto poético.

Decía que leer un poema es entrar en un territorio desconocido, cercano o lejano al que pisamos cada día, pero siempre gozosamente misterioso. De manera que quien lee un poema –o quien lo escribe— es alguien capaz de saltarse el ritmo mecánico que le impone el deber, de superar la mirada automática que sólo atiende a las personas y a las cosas en cuanto cumplidoras de una función programada e infalible; alguien capaz de decir no a lo que parece más urgente o más rentable, para de este modo hacerse dueño de su vida —de esta vida suya que los demás quieren manejar a su antojo— y gastarla en una tarea tan inútil como jugar a saber cuál es el sentido de su existencia, para luego poder vivir esa existencia nueva a la que el poema le invita con delicadeza suma. El que ha vivido en esa nueva dimensión, aunque sea por unos instantes; el que se ha asomado a la altura y a la profundidad del Universo, ya nunca más será el mismo. 

El poema le habrá descubierto de dónde viene y a dónde está llamado: aunque muchas veces desoiga esa voz, nunca olvidará su mensaje (...).

Es verdad que el hombre puede tropezar dos y mil veces con la misma piedra, y volver a vivir en la vulgaridad espiritual de quien cree que ya se lo sabe todo y lo controla todo en este mundo. Pero el hombre que ha vivido en un poema la fragilidad y la grandeza de su condición, siempre será capaz de rebelarse contra los que quieren reducirlo a simple objeto, a simple pieza de un engranaje mecánico. El poema le habrá descubierto de dónde viene y a dónde está llamado: aunque muchas veces desoiga esa voz, nunca olvidará su mensaje y siempre podrá reconducir sus pasos. Porque ese hombre no sólo ha oído una voz, sino que ha visto, ha contemplado el rostro verdadero de las cosas, ése que la rutina diaria nos esconde. Y eso que ha contemplado tiene una luz tan intensa como para poder recordarla a lo largo de toda una vida.

La poesía es, sí, un antídoto –preventivo o curativo— contra todo estrés, por cuanto nos saca del ritmo agobiante de la maquinaria que nos fabricamos  (o dejamos que otros nos fabriquen) y nos invita a vivir según el ritmo propio de la Naturaleza. Pero reducir la misión de la poesía a mera terapia psicológica es algo tan pobre como profesar una religión por el simple motivo de que me hace sentir a gusto, por muy respetable que sea ese motivo. Y es que la poesía no nos instala en el ritmo propio de la Naturaleza mediante una técnica más o menos eficaz de quien la escribe: es que la poesía, al revelar la condición humana, como apuntaba siempre Octavio Paz (y en esto venía a coincidir con Aristóteles), revela también al hombre qué relación tiene con el resto del Universo; muestra en una sola imagen la ansiada Unidad del mundo, de este mundo que tantas veces queremos romper a nuestro antojo, aun a riesgo de rompernos también a nosotros mismos. Ver la Unidad, las relaciones que en secreto mantienen al cielo y a la tierra firmes, acogiéndonos en su seno, es la fuente de todo placer duradero (y, en consecuencia, aunque sea una consecuencia secundaria, es también la fuente de todo bienestar psicológico). Con fervor casi religioso lo proclama Rubén Darío en el poema "Ama tu ritmo":

(...)

Escucha la retórica divina
del pájaro del aire y la nocturna
irradiación geométrica adivina;

mata la indiferencia taciturna,
y engarza perla y perla cristalina
en donde la verdad vuelca su urna.

Que la verdad vuelque sobre nosotros su inagotable tesoro es —o creo que debería ser— la dicha más grande a que podemos aspirar. Que un poema pueda llevarnos a experimentar esa dicha, aunque sea por unos instantes, convierte a la poesía en una acción casi sobrehumana, por cuanto ese tesoro de la Verdad, mejor o peor reflejado según el poema, sobrepasa totalmente las facultades del hombre y, paradójicamente, es lo que mejor se aviene a sus deseos, a nuestros deseos. La poesía nos sacia momentáneamente, mientras dura el poema, revelándonos una tierra nueva, absolutamente inalcanzable por nuestro esfuerzo, la cual, sin embargo, es la única tierra deseada por todos, aunque muchos no se lo lleguen a plantear conscientemente. ¿No es esa tierra lo que Rudolf Otto llama lo santo?

¿Y no es esta misión reveladora de algo que está más allá, sin dejar de estar también aquí, la misión propia de la religión? Porque, en efecto, la religión también nos revela la respuesta sobre nuestro origen y nuestro destino; la religión, como la poesía, nos invita a ser y no sólo a hacer. Es más: nos descubre para qué debemos –o no— hacer todo lo que hacemos. De esta manera el hombre religioso, como el poético, advierte que más importante que hacer cosas nuevas es contemplar las que ya hemos hecho y las que nos han sido regaladas por la acción de otros o por la asombrosa y gratuita acción de Dios. Y la religión, como la poesía, nos revela la Unidad original y final de este mundo que ordinariamente se nos presenta fragmentado y amenazado de mayores y mayores divisiones. ¿Es que el fin de la poesía y el de la religión se identifican? ¿Es que la experiencia poética puede reemplazar cualquier compromiso propiamente religioso, ofreciendo su misma recompensa?

Si el lenguaje racional, el lenguaje social, no sirve para hablar de Dios, sólo la intuición poética y su lenguaje propio, nacidos siempre del genio individual, podrá hablar de las cuestiones que tradicionalmente se trataban en la vida religiosa de la comunidad.

Hago estas preguntas, en primer lugar, a mí mismo; porque, ante estas elecciones vitales tan decisivas y promisorias, y ante la limitación de nuestra vida, uno –y yo el primero— siempre está tentado a saciarse en una sola fuente y a prescindir de todas las demás. Y la historia contemporánea (moderna y posmoderna) se ha encargado de demostrarlo: desde que Kant, en su Crítica de la razón pura (1781), declarara el fin de la Metafísica y dejara a Dios y al mundo fuera del ámbito de la razón; y desde que él mismo le adjudicara al juicio estético la unión de lo sensible con lo trascendente, la mayoría de los filósofos y poetas modernos han apartado la cuestión de Dios y del espíritu al ámbito de lo privado e intuitivo, es decir, la han convertido en una materia sobre la que no se puede hablar racionalmente. Y en un mundo donde la razón (concebida al modo propio de la ciencia física y matemática) no puede hablar de Dios ni del espíritu, tampoco parece apropiado que la religión siga constituyendo una práctica social que convoque a una comunidad de fieles, pues toda comunidad exige un diálogo y un lenguaje comprensibles por la razón. Si el lenguaje racional, el lenguaje social, no sirve para hablar de Dios, sólo la intuición poética y su lenguaje propio, nacidos siempre del genio individual, podrá hablar de las cuestiones que tradicionalmente se trataban en la vida religiosa de la comunidad. La religión se convierte en una cuestión poética, privada, ya desde el Romanticismo, y en ese ámbito parece continuar hasta hoy. La poesía, una vez abandonada la religión como práctica comunitaria en una sociedad verdaderamente moderna, se convertirá en el sustituto de las “antiguos” cultos religiosos: un culto que, lógicamente, sólo podrá ser privado, nacido de un genio, el artista, y ya no de Dios.

El poeta moderno, sacerdote de los nuevos altares, tratará de revelar al hombre moderno el sentido de su vida y de su muerte, así como el valor espiritual de su existencia cotidiana. Gastón Baquero, en su fundamental ensayo de 1960, La poesía como reconstrucción de los dioses y del mundo, ha expuesto con extraordinaria lucidez el papel sustitutivo que ha pretendido desempeñar la poesía durante el siglo XX y aun antes: "Cumple decir que si aquel hombre de los albores del siglo XX se sentía tan desamparado y como viviendo en un mundo insuficiente y hostil, la culpa no era sino de la desdivinización de la vida humana, de la aparente, pero muy dañina muerte de Dios, tal como la viera Nietzsche y tal como la preconizaran los hombres de poca ciencia que figuraban entonces ser los mayores científicos y los ideólogos de poco calado, pero de mucha fascinación en su lenguaje y en sus mensajes. Podemos ir reconociendo ya que si el hombre volvió a buscar a tientas el cuerpo secreto de la poesía fue porque intuitivamente descubrió que necesitaba sustitutos para el Dios que había perdido" (pág. 14).

Hoy, ya iniciado el siglo XXI, hemos de reconocer que, desde hace más de sesenta años, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, ha terminado la absolutización de la poesía como fuente de revelación y de vida plenas. La poesía, por supuesto, sigue cumpliendo su función mayéutica de revelar al hombre su condición y de proporcionarle, aunque sea sólo por unos instantes privilegiados, una experiencia de existencia plena, rescatada del fluir vertiginoso del tiempo mecánico que la vida contemporánea nos impone. Pero la poesía, ni al creador ni al lector, le puede prometer nada más que unos instantes de luz en medio de la oscuridad anonadante del hombre-máquina y del hombre-consumidor; lo cual es mucho, pues la luz poética, como advertía en las primeras líneas, quedará grabada en la memoria del hombre para siempre, por mucho que éste trate de apagar su llama y pactar con la frivolidad o el sinsentido.

La poesía no puede ir más allá de ese acto superior de comunicación reveladora: sólo Dios puede reconciliar al hombre con Él, consigo mismo y con los demás hombres.

Pero lo que no puede la poesía, una vez revelada nuestra condición, nuestro origen y nuestro fin, es llevarnos de su mano hasta allá. El poeta y el lector, a pesar de haber recibido esa luz asombrosa, no ha recibido ipso facto la virtud para vivir de acuerdo con esa luz y cumplir efectivamente sus designios. El poeta o el lector que, con la sola fuerza del poema, ha tratado de experimentar de modo estable y duradero la armonía de su ser ha terminado por sucumbir ante las fuerzas disgregadoras que existen dentro de sí y del mundo circundante. La poesía no puede ir más allá de ese acto superior de comunicación reveladora: sólo Dios puede reconciliar al hombre con Él, consigo mismo y con los demás hombres. A la luz humana del poema (humana, al fin y al cabo, por sublime que sea) le hace falta la luz venida desde lo más alto, aquella en la que ningún poeta se contradice con el otro; aquella en la que no existe oscuridad ni imperfección alguna: esa luz que alumbra aun más allá de todas las antologías.

La poesía es, dentro de los lenguajes humanos, el más parecido al lenguaje de Dios: el lenguaje que habla y hace vivir al mismo tiempo. Pero esa comunicación y esa vida poéticas tienen un límite dentro del conjunto total de nuestra existencia, un límite que todos hemos experimentado. Dentro del conjunto total del Universo, la poesía es el reflejo de la luz que lo alumbra todo: reflejo muy fiel, pero reflejo. Además, el poema, por perfecto que sea, muestra siempre un deseo de llegar a la Unidad plena; pero desde el deseo a la Unidad definitiva hay un camino, un largo camino que sólo podemos recorrer de la mano de Dios. Y al llegar a este punto, la religión agradece a la poesía su servicio, pero sigue mostrándose tan necesaria e irreemplazable como siempre.

Una "religión de la poesía" sería tan atractiva y tan útil como una "religión de la música", pero no dejaría de ser insuficiente. La luz de la poesía enciende o aviva nuestro deseo de una luz total.

Carlos Javier Morales

                                         










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