Escribir sobre crítica en un país donde la crítica literaria está casi perseguida, o confinada a algunas (no todas) publicaciones universitarias de escasa distribución y milagrosa lectura, es condenarse al silencio o al insulto gratuito, porque el trabajo del crítico en España suele estar lastrado por numerosas acusaciones, la mayoría de las cuales son ciertas, por desgracia. Recientemente las ha enumerado Germán Gullón en su libro Una venus mutilada. La crítica literaria en la España actual (Biblioteca Nueva, Madrid, 2008), que reseñé recientemente en mi blog. Ahí, entre otros lastres,Best Replica Watches señalaba Gullón estos dos, el primero más grave que el segundo: “Los críticos se arrogan una autoridad ilegítima, al actuar con una falta de interés y de comprensión de los fenómenos culturales estremecedores” (p. 84); “A diferencia del diario que lo arropa, que sí explicita por medio de la línea editorial y política empresarial su ideología, el suplemento o la revista jamás manifiesta su línea editorial, avalados sólo por un supuesto pacto de neutralidad” (p. 86). En la reseña hablaba abundantemente sobre este último aspecto, importante porque la crítica más influyente se escribe hoy en los suplementos semanales de libros. Pero quiero abordar hoy el primer aspecto, el muy polémico de qué debe saber un crítico para ejercer su oficio, un debate que suele estar contaminado de cierto nominalismo reduccionista.
Veamos para empezar cuáles son los dos modos habituales de entender, a este respecto, el trabajo de análisis literario. Primero, la opinión de Lázaro Carreter y Evaristo Correa: “Así como el estudio de la Música sólo puede realizarse oyendo obras musicales, el de la literatura sólo puede hacerse leyendo obras literarias. (...) Al conocimiento de la literatura se puede llegar: a) En extensión, mediante la lectura de obras completas o antologías amplias. b) En profundidad, mediante el comentario o explicación de textos" (Fernando Lázaro Carreter y Evaristo Correa Calderón, Cómo se comenta un texto literario). Prefiero no hacer comentarios porque me pondría atómico. Luego, está esta otra postura de Deleuze y Guattari: “Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro, significado o significante, en un libro no hay nada que comprender, tan sólo hay que preguntarse con qué funciona, en conexión con qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo. Un libro sólo existe gracias al afuera y en el exterior” (Gilles Deleuze y Félix Guattari, Rizoma. Introducción; Pre-Textos, Valencia, 2005, p. 11). A mi juicio, el buen crítico es el que entiende que ambas posturas están equivocadas. Una, formalista, se basa en la pura literariedad, sin asumir otros factores de interpretación; otra, postestructuralista, prescinde del interior del texto para ver, exclusivamente, sus líneas de apertura con otras realidades, estéticas o no.
Eso no significa que el crítico tenga que colocarse en el medio aristotélico entre ambas posturas; esa tercería es una posibilidad, pero creo más plausible y correcta colocarse a un lado, entender que no se trata de buscar un complicado camino medio entre zambullirse en el texto o salir huyendo de él, sino que el hecho de la lectura debe partir no del par conceptual interioridad/exterioridad del texto (una concepción posmoderna o incluso tardomoderna de la crítica), sino de la comprensión de que tanto el acto de escritura como el de lectura crítica parten de esa tensión; es decir, no son un par de conceptos, sino uno solo, caracterizado por su estructura tensional, del mismo modo que la cuerda de un equilibrista no es doble, ni se caracteriza por ser exterior o interior, sino que sólo es válida como cuerda de equilibrio cuando está tensa. Si queremos metaforizarlo con una palabra, la escritura no es interior ni exterior, sino intexterior. Y si lo es la escritura, en consecuencia y a los efectos que hoy nos interesan, también debe serlo la crítica. Del mismo modo que el escritor se dirige al interior de un texto afectado por lo que le rodea, además de por sus inquietudes culturales y por sus lecturas anteriores, generando una tensión constructiva inevitable, de igual modo el crítico debe dejarse permear por su entorno cultural, por el sencillo motivo de que eso mismo es lo que ha hecho el escritor. No se pueden entender –dicen los profesores universitarios, hasta los más conservadores o, sobre todo, los más conservadores– los textos de Góngora o Cervantes sin conocer la España de principios del XVII, sin tener una mínima idea de las ideas poéticas, de la política y la socio-economía de la época. Curiosamente, esos mismos profesores conservadores defienden, implícita o explícitamente, que no es necesario tener unos rudimentos de biotecnología, rock, informática o cultura televisiva para entender las novelas escritas por los narradores de hoy. Jocoso, ¿verdad? Pues puedo mostrarles decenas de ejemplos, explícitos o implícitos, de esa técnica crítica, que actúa sobre textos del XXI con lecturas y técnicas analíticas del XX, cuando no del XIX. Esta clarísima contradicción profesoral lleva a esos críticos al peor defecto posible en un analista: “Creo que éste es el tipo de desliz que más severamente puede censurarse en un crítico: la desviación de sus propios patrones de gusto” (T. S. Eliot, Johnson como crítico y poeta). Es decir: un catedrático de universidad que dedica parte de su tiempo a estudiar el Siglo de Oro y otra parte a la narrativa actual no puede aplicarles filosofías críticas distintas a esos textos, aunque evidentemente sí puede aplicarles técnicas distintas a ambos, como la Ecdótica, consecuencia de sus obvias diferencias. Pero la filosofía de un analista es una, no puede compartimentarse en el cerebro sin caer en contradicciones ni oxímoros.
Entiendo que los profesores y catedráticos conservadores –en sentido crítico, no político– deberían seguir a alguien conservador, como Eliot. El mismo Eliot que en Las fronteras de la crítica apuntaba que Colerigde fue el primer crítico moderno. ¿Y por qué lo era? Ni más ni menos que por esto: “Estableció la relevancia de la filosofía, la estética y la psicología; una vez Colerigde hubo introducido estas disciplinas en la crítica literaria, ignorarlas se convirtió para sus sucesores en un riesgo personal. (...) de haber vivido hoy, no me cabe duda, se habría interesado por las ciencias sociales y el estudio del lenguaje y la semántica tanto como se interesó por las lenguas que tenía al alcance”. Ay, amigo Eliot, si levantaras la cabeza y vieras cuántos corren ese riesgo personal sin darse por aludidos. Si vieras qué poco se interesan hoy algunos críticos por las ciencias sociales, que incluirían –sin dudarlo– ciencias de la información, de la computación, del diseño, de la imagen, y un larguísimo etcétera prohibido en los departamentos de filología españoles pero obligatorios –curioso también, y tan significativo– en los norteamericanos.
Por eso la crítica que defiendo y practico es lateral. No juega al infantil par conceptual exterior/interior, entiende que la tensión entre ambos –y no de ambos– es el quid de la cuestión. De la dialéctica “exterior/interior” me interesa el “/”, la barra del medio. Ahí estriba toda la almendra de la experiencia literaria en sentido lato y de la crítica literaria en su sentido intenso y omnicomprensivo. Porque criticar más y mejor no es cuestión de ampliar, sino de ahondar en la tensión estructural, intexterior, de los textos.
Vicente Luis Mora