Al principio es el verso. Aún no están maduros los órganos a través de los cuales el bebé va ir absorbiendo ese mundo en el que acaba de aterrizar, y ya es receptor de suaves poemas regalados por quienes no encuentran saludo más amable para agasajar al huésped de los llantos estentóreos, insoportables, interminables; sólo interrumpidos con la satisfacción de algunas de sus necesidades básicas, a ser posible acompañadas de música con versos: versos que lo despiertan, versos que acompasan la succión alimenticia, versos que calman sus primeros dolores.
En las nanas, las tonadas, los cuentos glósico-motores (que aúnan palabra y movimiento), los trabalenguas o los corridos, la voz y el ritmo con que el adulto acompaña la composición dan lugar a un cálido balanceo de arrullo con el que se pretende ayudar al niño a conciliar el sueño, principalmente. Son, por ello, mezcla de voz, canto y ritmo que la figura de apego (madre, padre, tíos, abuelos...) instrumentaliza en principio, como ya se dijo, para convocar el descanso del recién llegado, pero, más tarde, también para promover habilidades básicas que le ayuden a ser consciente de su esquema corporal y a conocer los límites de su propio cuerpo: giros de muñeca, palmadas, braceos, gestos faciales. Que levante la mano el que no haya aprendido a girar la suya al son de los sempiternos cinco lobitos. O quien no deba algo de su destreza digital a juegos mímicos como el siguiente:
Éste cogió un huevo.
Éste lo coció.
Éste puso sal.
Éste lo peló.
Y éste, tan gordito, se lo comió.
Al principio es el verso, y mejor que así sea, porque algunos de los estudios más fiables sobre desarrollo infantil nos hablan desde hace tiempo de la influencia del afecto en el ámbito emocional de los más pequeños, de sus efectos en la vida adulta, y de cómo el lenguaje es el arma más poderosa para la deseable evolución de esa dimensión tan crucial, a la larga, en lo que llegaremos a ser cada uno de nosotros. Los primeros contactos con el lenguaje o cómo el infante sensorio-motriz (Piaget dixit) va aprendiendo que los sonidos hacen que el mundo reaccione y que él mismo puede mover el mundo en la medida en que consiga articular de manera inteligible esos sonidos que nombran la realidad: su realidad. En cuando el niño comienza a sentir que domina sus órganos de fonación siente placer, primero en la repetición de sílabas y más tarde de vocablos. Va hacia el encuentro de una doble satisfacción: recordar palabras y emitirlas invirtiendo su lugar en la frase, aunque el resultado sea una breve oración sin sentido. Estamos en presencia de una rudimentaria poesía del absurdo que remonta su origen a los nursery rhymes ingleses y al nonsense anglosajón. En nuestra tradición oral también hay disparate verbal de principiante encaminado a la diversión jocosa, presente, sobre todo, en otra de las posibilidades de trastear con las palabras que va a reportar beneficios a la vida del niño en forma, esta vez, de socialización, de vínculo con sus iguales. Trabalenguas, sonsonetes o juegos de corro remiten a un rico folclore infantil, aún no apagado del todo, aprendido en el seno familiar, en la escuela o en la calle:
María Cuchíbrica
se cortó un débrico
con la cuchíbrica
del zapatébrico...
Así que ahora, nuestro buen amigo disfruta jugando con las palabras, repitiéndolas, modificándolas, descoyuntándolas si puede, y en esa situación los sonidos, las imágenes, los ritmos, no sólo despiertan su inteligencia, sino básicamente su sensibilidad y su imaginación ente los otros. Es el momento evolutivo perfecto para que el niño participe, se implique, se deje seducir por aquello que le ofrece el adulto, esa figura que aún tardará algún tiempo en aparecer como un odioso aguafiestas. Son los años tranquilos de lo que Freud llamó periodo de latencia, en los que se cuenta con un grado de motivación que, por desgracia, no durará lo suficiente. Es tiempo de disfrute con la memorización de fragmentos cortos y efectistas, que en muchos casos hunden sus orígenes en la más rica tradición oral; le resulta estimulante, conforme va creciendo, ese hermanamiento de poesía y música que da tanto rendimiento lúdico y educativo: retahílas, sorteos, burlas, prendas, trabalenguas. Se va rotulando, digamos, un terreno idóneo para que se dé el paso lógico desde el viejo folclore, escrito sólo en el viento de las palabras, hasta la poesía de autor impresa en los libros, y sin embargo...
Sin embargo suele haber un precipicio, ubicado en torno a la preadolescencia, por el que se despeñan todas las posibilidades de que ese potencial lector de versos abandone definitivamente. ¿Les deja de interesar a los muchachos la lectura? No, la lectura, no; precisamente es la edad en la que más altos se sitúan los índices que miden esa práctica cultural. Es, digamos, la edad definitiva para arrancar a leer, para crear cantera. Pero mientras devoran tochos de ciencia-ficción, novelas escritas con patrón sobre temas que les interesan (la relaciones con sus padres, las drogas, el primer amor…) o sagas de magos y anillos, la poesía es el recuerdo imborrable de la voz aterciopelada de la abuelita regalándoles un romancillo, o el trauma indeleble del maestro obligándoles a aprenderse “La Canción del Pirata”. ¿No será que no hay buena poesía para niños, que apenas existen autores que logren convertir, para un chaval, un texto en verso en algo tan “útil” como las peripecias de un aprendiz de brujo?
En una reciente encuesta del CEPLI (Centro de Estudios de Promoción de la Lectura y la Literatura Infantil) realizada con idea de destacar, según nos dice su título, a Los más queridos de la literatura infantil, el nombre que amontonó más votos fuel el de Gloria Fuertes. Si un muchacho de hoy conoce a la original poetisa es porque el resplandor su obra innovadora, desternillante y honda al mismo tiempo, lavada de moralismos y forzada pedagogía, sigue encendido décadas después de haber sido la voz en verso televisivo de toda una generación: los hijos de aquellos niños de la Transición, ya cuarentones, son quienes la leen hoy, seguramente inducidos por aquéllos. Si ella consiguió prender es que se puede. Lo difícil será soñar con algo así mientras el género siga maltratado en las escuelas, a base, en primer lugar, de la casi inexistencia de textos poéticos entre los contenidos de la educación primaria, y buena parte de la secundaria, y en segundo lugar, y cuando de forma puntual logran aparecer en los manuales o en las programaciones, de dos de los grandes males que acusa la poesía escrita (o mal escrita) para pequeños: el didactismo a ultranza, ese querer que todo “enseñe” algo por narices, y lo que Ana Pelegrín en su fenomenal prólogo a Poesía española para niños. Antología llama infantilismo poético, que califica, además, como un “atentado contra la belleza y contra la sensibilidad del menor”. Como sabemos, no hay nada peor para un niño que sentirse tratado como un memo, y para lecciones, ya están las que reciben prescriptivamente en la escuela.
Eso y que en España no hay ni cinco colecciones de poesía infantil, con tiradas, encima, de no más de mil ejemplares e irregular distribución. Eso y que no se reeditan desde el pleistoceno algunos de los libros imprescindibles del género escritos en las últimas décadas. ¿Dónde encontrar hoy La playa larga o Tarde de circo, de Jaime Ferrán? ¿A qué detective privado habría que contratar para regalar a un hijo Canción tonta en el Sur, de Celia Viñas? ¿Por qué un estudiante puede llegar al instituto sin haber leído obligatoriamente En la rueda del viento, de Concha Lagos, o Monigote pintado, de Jaime González Estrada? Así que habrá que seguir confiando en el maestro que sabe por experiencia propia que si la poesía se acerca a los alumnos de manera adecuada, aunque sea esporádicamente, a éstos les gusta y piden más. En el editor que sigue apostando por un género que no le va a dar ni para merendar (único alimento diario del que, según Aleixandre, proveía la escritura de versos). Y en el poeta, que ha aprendido hace tiempo que encontrar pequeños lectores es cuestión sobre todo de fe, porque sólo con mucha fe son posibles los milagros.
Ángel Mendoza
Ángel Mendoza nació en Puerto de Santa María, Cádiz. Es profesor y poeta. Su último libro, Fiesta de canciones, es su primera incursión en la poesía para niños y fue publicado por Hiperión en 2007. Es autor de los poemarios Pequeñas posesiones (Editorial Renacimiento, 2000) y Cercanías (Editorial Pre-Textos, 2002) y Horario de invierno, Premio "Villa de Cox" (Alicante) 2005.