Toda creación, ya sea vital o poemática, resulta ser en sí el fruto de una contradicción, de un amor entre rivales. Contradictorio es querer enlazar un nombre a un objeto que existe ahí, en el mundo, y que en principio rechazará toda denominación; y es contradictorio el hecho de, una vez transcurridos los siglos que habrán unido un significante concreto a un significado (no tan concreto), querer desmontar el sentido de la palabra y otorgarle otros, luminosos, más o menos infinitos y, sobre todo, distintos del evidente, tal y como creía estar haciendo el personaje de Alicia a través del espejo con la palabra “gloria”, refiriéndose ésta a lo que él quería decir y no la acepción común de tal término.
En ese proceso de resemantización, es decir, de la adhesión de significados alterables, subjetivos dentro de lo subjetivo, juega un papel preponderante el ritmo. Sin ritmo no hay poesía, en eso estamos de acuerdo. Porque es este elemento, sobre todos los demás, el que ayuda a engastar cada palabra en su punto exacto; prueben si no a desbaratar en orden de los vocablos de un endecasílabo o alejandrino famoso. ¿Nos conmueve decir "puedo escribir esta noche los versos más tristes?" ¿Podemos reorganizar un verso de Villon o Quevedo, Keats o Valéry, y pretender que salga indemne? Peligra la palabra perfecta si no se encuentra en su lugar perfecto, gobernando así sobre las imperfecciones de los que las sitúan y los que las leemos. Porque la poesía no tiene que ser reflejo de la vida, sino imponerse a ella (en todo caso podrá permitirse ser pieza que encaje en ella, desde un nivel superior), y no lo conseguirá si no realiza, desde su superioridad, una estructura continua, relevante y única frente a la vida, entrecortada, banal y, casi siempre, repetible.
En este punto habrá que preguntarse por el prestigio de unos versos sobre otros. Si la tradición culta española ha encumbrado al endecasílabo por encima del octosílabo primero, ya casi relegado a las composiciones populares, tendrá que ser porque ante la parquedad rítmica de éste, que se presta a la monotonía y al regodeo, el verso de once tendrá a la fuerza que combinar troqueos y dáctilos (salvo en el acentuado en primera, cuarta, séptima y décima, al que no acaba de acostumbrarse nuestro oído) y, por lo tanto se sustentará en un esquema que, aunque rígido, huirá de ser esquema, que combatirá el tono monocorde que es más inevitable en otros versos (pueden incluirse en sarta sin aburrir al lector), replique montre y que podrá desarrollar ideas con claridad y finura e incluso rebatir esas mismas ideas, llegando a ser destrucción de sí mismo, permitiéndonos ser contradictorios desde su forma.
Esto no quiere decir que yo defienda únicamente la poesía escrita con métrica; pocos ejemplos me parecen tan adorables como los versículos escritos por Whitman o Aleixandre, que no por atenerse a un molde ajeno a ellos sino por méritos propios se resisten al olvido. Pero es más que clarificante que el primero utilizara el verso regular cuando buscaba un discurso más violento (como en su muy citado O captain, my captain!) y que el versículo del segundo no llegara del todo a serlo, insertando con frecuencia versos de once y catorce y llegando en su etapa última, la de meditación extrema y búsqueda alquímica, a la composición isosilábica, como dando a entender que el ritmo del corazón también podía estar ahí.
Por mi parte, si he preferido escribir con métrica es, llanamente, porque me ha resultado más sencillo. La medida permite poner orden y método a lo que de otra forma sería vórtice de intenciones (pensar dos veces lo que se va a decir, que afirma Auden, filtrar el discurso, hecho que ahorra fatigas a ambos lados del texto), a la vez que inscribe el poema en una rica tradición lo que, aunque éste tenga valor por sí solo, permitirá ponerlo en correspondencia con textos anteriores, miembros del mismo bosque armónico. Aunque también resulta fácil relacionar con esta misma corriente lineal los poemas no métricos, que en cierto modo parten de ella (se me hace difícil aceptar que un poeta no domine la métrica, aunque luego en la práctica no la prefiera) y la ambicionan, siendo igual de válidos, porque la norma de la poesía es tan rígida que transgrede toda norma.
Para terminar, no es fútil sacar a relucir lo que constituye la razón de ser inmediata de la poesía, que es permanecer en el recuerdo, a lo que el ritmo ayuda y casi obliga, más si se ofrece en métrica compacta. Si la poesía, como quiere Valéry, busca inspirar al lector, tendrá que estacionarse en la memoria o, mejor aún, crear memoria, en línea con estados anteriores de los que provocará reminiscencia, en el sentido platónico del término. Y qué es la poesía sino hacer recordar, sino voluntad de anhelarse y recordarse a sí misma, un conocer la vida, recordándola.
David Leo García
David Leo García nació en Málaga en 1988 y fue premiado -ex aequo junto a Ben Clark- con el último Premio Hiperión por el poemario Urbi et orbi, su primer libro publicado hasta la fecha. Todo él está compuesto en formas métricas tradicionales, con predominio del soneto.