En uno de los últimos cuentos publicados por José Jiménez Lozano dice uno de sus personajes que “todas las cosas que se aprenden producen silencio mientras se adentran en el ánima” (El ajuar de mamá, pág. 133). Y en el prólogo a ese mismo libro, después de citar al escritor sefardí Marcel Cohen, señala que “nada más tengo yo que añadir a quien lea estos relatos, salvo repetirle que ¡ojalá sea el silencio el que se lleve también la mejor parte en ellos,best replica watches y luego le acompañe!”. Y es que, ahora que se me pide que escriba unas líneas sobre algunos rasgos de la poética o el pensamiento de Jiménez Lozano se me hace muy difícil decir algo, como si romper el silencio que sus palabras provocan a quien las escucha fuera algo totalmente irrespetuoso o desacralizador, como quien pisotea un susurro a base de bullicio. Y es que los cuentos, poemas y reflexiones de este escritor producen, ante todo, eso mismo: el asombro callado y herido ante una luz que se vuelve luminosa y sutil, misteriosa y débil; el silencio ante lo que sobrecoge.
Por ello, no pretendo parafrasear o manosear sus escritos en estas breves líneas, sino más bien situarlos dentro de algunas coordenadas de un contexto vital y artístico que habla por sí solo y que he tenido la suerte de conocer personalmente en varias ocasiones. Y que, desde luego, no dejo de agradecer por la compañía y consuelo que me ofrece.
SILENCIO Y ESCUCHA
“-¿Y todos estos señores? –preguntaba mamá, cuando al volver corría a colgar fotografías en mi cuarto.
-Escritores, mamá. swiss replica watches
Esto es lo que había traído de mis años de viajes, y ellos eran los que me habían hecho regresar, porque yo tampoco resistí el cerco. Y si alguien pregunta:
-¿Qué cerco?
-El del silencio.
Porque tardas en averiguarlo, pero en esos mundos y en esas grandes ciudades, en la política y en la Bolsa, sólo hay silencio. Más que en tu convento. Parecen lugares de estruendo, pero en medio de tanto ruido, un día notas, como si se saltara un punto en una media, que se abre como un agujero de silencio”.
Estas palabras, pertenecientes a La boda de Ángela, pueden aplicarse al propio Jiménez Lozano: descubrió hace mucho tiempo el “agujero de silencio” de la Modernidad, no soporta “el cerco” de vaciedad y banalidad de la vida contemporánea, y decidió retirarse del bullicio en busca de otro Silencio. No del silencio que produce el exceso de ruido y jaleo, que ahoga la interioridad y la visión; sino del Silencio en el que pueden resonar las ideas y las intuiciones, como las campanadas en la calma de una tarde de invierno. Porque –dice él mismo- “para ser escritor hay que guardar mucho silencio”.
Y es que Jiménez Lozano vive en un pueblecito vallisoletano, de apenas unos mil habitantes, desde hace muchos años, en la casa que perteneció antes a su padre, dedicado a sus amigos, a su familia y a sus escritos. Vive rodeado de una llanura castellana silenciosa y ocre, bien lejos de centros comerciales o grandes superficies de comunicación. Puede pasear cuando y por donde quiere; disfruta de la compañía de sus mejores amigos junto a un buen café o a la sombra de sus árboles; y tiene la tranquilidad oportuna para pensar y escribir, para ver y escuchar. Porque el oficio de escritor requiere primero una experiencia personal rica y profunda en el que escribe, laboriosa y contemplativa, que después –sólo después- puede ser compartida por aquél que quiera acogerla: “quien narra, hay que repetirlo, entrega lo que ha visto y oído, y lo que acontece y ha experimentado, para que otros pasen por ahí también” (Un encuentro tardío con el enemigo, pág. 31).
Después de muchos años dedicado al periodismo (aún sigue haciéndolo ocasionalmente con algunas colaboraciones), Jiménez Lozano disfruta de un sosiego grande para bucear libremente –es expresión suya- en el “mundo de los adentros”. Y esto no a través de un exilio rebuscado o mediante la creación artificiosa de una torre de marfil. Antes al contrario, su vida es muy sencilla y nada pintoresca: vive rodeado de los suyos, en un entorno rural y cotidiano, bien cerca de los campesinos y de la gente “poco moderna”, cuidadoso de su caserón (Port Royal) y atento a las intuiciones que tiene…
No vive en estas condiciones por un “exilio ético” o una “opción estética”; simplemente disfruta de esta situación a la que le han llevado diversos factores a lo largo de su vida.
Es particularmente significativo –aunque nunca es fácil ni exacto ligar la obra y la vida de un artista- que el lugar donde descansa su biblioteca personal (abundante y muy valiosa) y donde escribe habitualmente es un antiguo granero. Se trata de un caserón de dos plantas, de paredes encaladas y suelo de baldosas rojizas, unidas por una escalera sobria, sin pasamanos, y tan sólo adornada por jarrones y cuencos de loza en cada peldaño. Apenas algunos cuadros, sillones, mesas bajas y candelas llenan la estancia inferior. Es como si estuviéramos en la celda de la Teresona o de San Juan de la Cruz o en el estudio llano de un Fray Luis de León…
Jiménez Lozano vive decididamente lejos de todas las relaciones hipócritas, complicadas y complacientes que se le ofrecen por el prestigio alcanzado con sus obras o por su labor en los medios de comunicación. Como él explica con gracia y claridad, “si se quiere poder, hay que ganárselo; si se quiere influir y dominar, hay que agitarse. Si se quiere escribir libros, hay que quedarse en casa. Más o menos, siempre ha sido así” (Segundo abecedario, pág. 206). Y es que, al principio de su vocación literaria, se le planteó la disyuntiva entre “ser escritor” y “escribir”, que son dos cosas muy diferentes. Y por eso no es infrecuente que, siempre con respeto y afecto, no acuda a todos los actos culturales o sociales a los que se le invita: le basta su hogar y no quiere distracciones de gloria.
No le interesa la gloria de este mundo, y precisamente su literatura no pretende ser un motivo para el elogio y la vanidad personales. Hace poco decía de Flannery O’Connor que se había puesto “el mundo por montera”, y que para ella el único Crítico Atendible era Dios. Esto mismo sucede con don José: tan sólo considera a la Verdad y a la Belleza como los únicos jueces de sus escritos. No busca estar entre los bien llamados best-sellers (porque son sólo eso: lo más vendidos, y nada más; nada de literatura o profundidad) ni pretende ser un “grande” de nuestra historia literaria (aunque de hecho lo sea). Como él mismo decía, “mucho menos soporto la grandeza. Sólo la de los árboles, que es siempre el nombre del acogimiento y la umbría. Y están llenos de pájaros” (idem, pág. 48).
Jiménez Lozano quiere estar en un contacto directo con las cosas, con la realidad, con las personas. No quiere que su mirada se filtre por los tejidos audiovisuales, bulliciosos y engañosos de los mass media, ni pretende fabricarse un paraíso cultural elitista y prefabricado, meramente decorativo o artificial, engañoso en suma. No. Nuestro autor quiere estar de continuo con una escucha atenta al decir de las cosas cotidianas, en un diálogo sereno y cómplice con lo que le rodea. Y es que, como él mismo decía, “lo real mínimo está transido de valor y significado para nosotros. Las moscas, como decía Pascal, pueden trastornarnos el pensamiento mismo, y un suceso mismo muy pequeño o una cosa –no un objeto sino una cosa- pueden dejarnos pendiente de su hilillo, como si no hubiera nada más en el mundo. Siempre me ha parecido una incomprensión radical o una cursilería que Ortega dijera que la escritura de Azorín es ‘el primor de lo vulgar’. La vulgaridad no tiene primores, sólo nos rebaja; otra cosa es la cotidianeidad, lo real de todos los días y nuestra convivencia con las cosas. Esto es muy serio y muy profundo” (Un encuentro tardío con el enemigo, pág. 21).
Por eso, en sus cuentos o en sus versos nos encontramos con la mirada de un hombre que sabe vislumbrar lo otro, lo prodigioso, en cosas tan cotidianas como un ajuar familiar, una parada de autobús, la conversación de una anciana, el hallazgo de un libro olvidado, el vuelo de un pájaro, la llegada de la nieve, el silencio de una estancia, la sobriedad de un jarrón de barro… Todo lo que es, por el mero hecho de ser, le interesa, porque son voces de lo inasible, de lo misterioso, de lo desconcertante.
Consciente de que en la actualidad llegamos más lejos en las distancias y en la cantidad pero no avanzamos en profundidad al mirar las cosas, Jiménez Lozano necesita (como todo artista, como todo pensador) dejar en su alma un reposo, un recogimiento donde puedan escucharse los susurros de las cosas cotidianas. Y es que, como decíamos más arriba, sólo en el Silencio (como diría Miguel d’Ors) “germinan las palabras luminosas”. Dice George Steiner: “Hemos olvidado el poder del secreto, que es la fuente misma de la creación. No tenemos necesidad de Institutos de investigación, sino de estancias silenciosas donde se aprenda a leer”. Y añade a esto Jiménez Lozano: “Es lo mismo que decía Pascal: que todos los males le venían al hombre de no saber quedarse a solas en su habitación” (Segundo abecedario, pág. 190).
Jiménez Lozano, al mirar lo que le rodea, sabe ver, escuchar, dejar decir a las cosas y a las personas, estar a solas con ellas. “Mientras más tiempo mires un objeto, más cosas del mundo ves en él”: esto dice su querida Flannery O’Connor, y bien sabe hacerlo don José, y por eso sabe ver el trasfondo del tapiz, lo otro de la vida cotidiana.
Lógicamente, este vivir mirando choca en numerosas ocasiones con el estilo pragmático y vertiginoso de nuestros días. Y son muchas las anécdotas personales que tiene Jiménez Lozano a este respecto. Por ejemplo, me contaba hace tiempo la perplejidad de un conocido suyo que, al pasar en coche junto a él mientras éste paseaba junto a un sendero, no entendía cómo podía preferir pasear con frío y despacio a ir en coche y rápido. Y es que, para un alma contemplativa, hay muchos más valores que lo práctico, lo rápido o lo útil.
Jiménez Lozano se ha convertido en un testigo privilegiado del derrumbe del humanismo europeo, y se alza como un “avisador” del desastre que esto acarrea, a la vez que propone el regreso a la tradición y a la hondura cultural de la que somos herederos. Un buen ejemplo de todo esto son sus cuentos (donde con frecuencia los campesinos y los ancianos se enfrentan a una cultura moderna que aplasta el sentido común y el saber de siempre) y también sus libros de diarios (como el recién aparecido Advenimientos en Pre-Textos), donde, con buen humor y exacto realismo, señala desde situaciones cotidianas el trasfondo banal y empobrecido de nuestra sociedad.
Me explicaba en otra ocasión que fue a dar una clase a un colegio de enseñanza básica, invitado por un buen amigo suyo. Y que, durante su exposición, cometió el “error” de citar la palabra “agonía”. Una joven alumna levantó la mano y preguntó qué significaba aquella palabra. Nuestro escritor, asombrado, confirmó que en veinte años aquella joven no había escuchado la palabra “agonía”, y, con agilidad y fuerza, le dijo: “pues es menester que usted la vaya conociendo, porque antes o después usted pasará una agonía”. Comprobó que la cercanía de esta palabra sobrecogió a la alumna y aumentó su curiosidad por conocerla…
Son pequeñas historias las que cuenta este autor, sí, pero pequeñas historias que reflejan el devenir de la Historia.
Por todo esto, insistimos en que Jiménez Lozano no escribe para el éxito o la complacencia. Escribe tan sólo porque lo necesita, y porque, si es posible, quiere iluminar y acompañar a cuantos lectores lo deseen (sus prólogos suelen ser ofrendas al lector). Nada le importa la crítica, y nada le importa el juicio generalizado de los lectores a la hora de escribir lo que ve. Así hablaba en uno de sus diarios sobre su oficio de escritor: “otras veces te pones a hacer construcciones sobre una cuartilla: y también como cajitas de Cornell [se refiere al pintor Joseph Cornell], aunque luego las guardas para ti solo, porque quizás a ti solo te hablan o, incluso si a veces ni tú mismo sabes lo que quieren decir a las claras, te encuentras muy a gusto con lo que te dicen en su enigma, y las sacas quizás una tarde inverniza, las miras, y las vuelves a guardar. Es tu cosero de ahora: las cajas de tus secretos que jamás verá un crítico, y que tú cuidarás muy bien de que no caigan en manos de un ‘experto’ de cualquier tipo, y mucho menos de un buscador de hongos” (idem, pág. 34).
No le importa el qué dirán, y por eso dice verdades sin pudor ni engaño, sin temor (al contrario, alegremente) a ir en contra de la moda. No necesita la fama, como Miguel de Unamuno, del que cuenta otra graciosa historia: “Un flamante nuevo académico acaba de sentenciar que Unamuno no tiene la mínima importancia, que está superado. Pues bien: no tiene importancia, ¿y qué pasa por eso? El viejo don Miguel contestaba a quienes se quejaban de que A. o B. se daban mucha importancia: ‘la necesitarán’. Y así es” (idem, pág. 164).
Y así es que Jiménez Lozano no necesita esa importancia. Y puede escribir libre, como un Cervantes no reconocido por su tiempo o un Juan de la Cruz, que escribía poemillas de amor y nada académicos…
Se le podrían aplicar muy bien estas palabras de Santa Teresa: “dásele muy poco de ser deshonrada a trueco de que siquiera una vez sea Dios alabado por su medio; después, venga lo que viniere” (Moradas, VI, 1, 5).
Eso: venga lo que viniere. Y ya está.
Javier Moreno Pedrosa