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Madera de roble

José Julio Cabanillas, La luna y el sol, Númenor, Sevilla, 2006.

No me he preocupado por buscarlo en el DRAE, pero siempre he creído que maestro es el que señala a otro un camino. En ese sentido José Julio Cabanillas es maestro de poetas porque les señala su camino con clarividencia. Poeta, maestro de poetas y maestro de instituto en un pueblo de Sevilla, eso por descontado.

Un poeta es alguien que tiene una historia que contar, un mundo por dentro que sacar afuera, que compartir, repartir, recrear. El mundo poético de Cabanillas lo vi yo leyendo Benzelá y escuchándole en sucesivos recitales: te va impregnando, se te mete en tu vida, porque la buena poesía tiene mucho de droga dura...

Ahora ve la luz el sexto libro de este autor: La luna y el sol, publicada en la editorial Númenor. Apareció ya  un capítulo, “El ciprés”, en el último número de la revista que lleva por título el mismo que la editorial. En él podemos ver casi todos los rasgos de la poesía de Cabanillas: en primer lugar se trata de una poesía indudablemente escrita por un hombre, como la de Mesanza o Eloy Sánchez Rosillo: está llena de una fuerza digamos ancestral,  una fuerza basada en la intuición,  la visión profética, una concepción mítica de la realidad, un amor por las cosas de siempre, un saber transcenderlas. En segundo lugar, es una poesía que se mueve entre lo épico y el mundo antiguo de las baladas:

El ciprés oye un dragón trajinando entre los veladores y sabe que él no es rubio ni hermoso. Jamás verá un escudo fuerte, una espada brillando. (...) El regato que le canta: “tú a mi lado, conmigo, y yo siempre marchándome".

En La luna y el sol encontramos  un libro de campo, de mundo abierto y mundo interior, de infancia. A veces, en capítulos como "La hora del diablo" o "El cleriguito" enlazamos con Benzelá. Sin embargo no es un libro con protagonista: el protagonista no es José Julio Cabanillas, si acaso la visión de un niño, visión que empieza a ser poética. Cabanillas niño se cruza con Colón, con Juan de Yepes, con Falla... Pero también con la vieja Dolores o con un vendedor de habas.

En todos los poemas se siente un amor profundo y firme, por la naturaleza, por las cosas de toda la vida, por la casa de uno. Es un amor de ida y vuelta: el niño que contempla las cosas que le rodean, y las cosas, el campo, el hogar, que le contemplan y le quieren. En el poema “La casa”: El mundo lo componen océanos y continentes, y se abrevia en un atlas. Un dedo señala un lugar preciso –longitud, latitud-, y es apenas un punto. Pero si allí está tu casa, eso no hay quién lo abrevie (...) Abre la puerta, lee.

Hay también reflexión, pero es una reflexión que no termina en sí misma o en la nada, sino directamente en la poesía mediante un quiebro mágico. Como sucede en “El pozo”:

Aupado de puntillas al brocal, vuelve el niño la cara. Mira al cielo. Brilla la luna hermosa sobre el pozo. Entonces le pregunta ¿porqué siempre tan guapa para bajar a verme?

Quizás lo que más me guste de este libro sea la continua conversación de su autor con los árboles. En "El ciprés", en "El nisporero" y, por último, en "El pinar". Les dejo dos frases de este último: Murmura galán el viento: “yo he venido a rendir tu fortaleza”. Y Los pinos son domingo, un día señalado. El sol sobre sus copas dice: Bien está. Hoy descanso. Al leerlo he recordado a Chesterton: Entonces dijo Dios: hoy, diversión. 

En todo el poemario se respira el murmullo de los árboles, el murmullo de una infancia mágica. Poemas en prosa, sí, pero que nadie se engañe. El libro está lleno de endecasílabos y alejandrinos. Por eso suena tan bien, a música antigua, a madera de roble.

Rocío Arana










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