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Mucha luz

Eloy Sánchez Rosillo, La certeza, Tusquets, Barcelona, 2005.

Eloy Sánchez RosilloAire bueno y mucha luz: esa es la impresión que queda en el lector momentos después de haber leído y cerrado el libro, aunque la memoria conserva también el olor de alguna lluvia respirada desde un tren, y la densidad de la penumbra de los espacios cotidianos. Queda asimismo —no cabía esperar menos— la impresión que suele causar la elegancia; y el lector corresponde a esos gestos, el de la sonrisa y el de la melancolía, con una melancólica sonrisa.

Nueve años han pasado desde que Sánchez Rosillo nos dio a leer La vida. Y no es éste, francamente, el Sánchez Rosillo al que estábamos acostumbrados: la voz es la suya, inconfundible; el tono también, y también el mundo; son los ojos los que han cambiado, o más bien el corazón, en su modo de asumir lo que aquellos le revelan. Es, por decirlo rápido y mal —muy mal, porque doy pie a una comparación muy poco pertinente—, como si el poeta, habiendo acostumbrado nuestro oído al clamor, ahora nos ofreciera el cántico, si bien un cántico bien moderado. Así es: he sido incapaz de leer estos poemas sin recordar, con cierta insistencia, que "el mundo está bien hecho", a pesar de los desquites del dolor y de alguna temporada en el infierno, a pesar de que el tiempo juegue a borrar fotografías y a poner distancia y niebla entre nosotros y los breves resplandores de la dicha.

Además de certeza, dos palabras se repiten para crear como una atmósfera u horizonte que enmarca estas cuarenta y ocho composiciones: luz y milagro. Luz, milagro, milagro de la luz, certeza del milagro, certeza de la luz. La profesión de esa certeza, la certeza de que la luz que se vio nunca se extingue —"tras su apariencia efímera, / el relámpago sigue viviendo en quien lo vio"; "la luz no se acaba, si de verdad fue tuya"—, abre y cierra el poemario. Son relámpagos el jilguero en el almendro de la mañana dorada, el campo mojado desde el tren de la tarde de mayo, la clamorosa luz y el mar tranquilo de una tarde de agosto, una noche de agosto la luna llena en el cielo, o la melodía interpretada por unos músicos callejeros al final de una tarde veneciana de primeros de abril. Y el recuerdo de esos relámpagos, la persistencia de la memoria de esos momentos en los que uno estuvo "totalmente de acuerdo con la vida", relativiza el dolor, que no logra que prevalezca su pegajosa tiniebla.

Ese acuerdo con la vida, como contrapartida, lleva al poeta a notar que "Yo, que nunca he pensado en el mañana, / (...) / me veo ahora meditando a veces / —con inquietud que alcanza / hasta el desasosiego— en el futuro". Y en la agenda del año que viene, las hojas de los días por venir le inspiran el temor de lo insondable. Es que tiene algo que perder.

Luz y tiniebla a un lado, el poeta reflexiona entrañablemente sobre su propia tarea poética en al menos tres poemas: "Las palabras que he escrito", "Unas pocas palabras verdaderas" y el fabuloso "Las cigarras". Pienso que merecen especial atención. Las futuras antologías, en fin, no podrán renunciar a recoger, junto a aquellas cigarras, al menos tres poemas: "Acerca del jilguero", verdadera lección de delicadeza; "Allí", sobre la hermosura; y "Músicos callejeros", anécdota que se convierte en metáfora excelente de la fugacidad —que no de la extinción— de la luz.

Gonzalo Salvador  










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