La palabra “cantar” evoca una tradición literaria muy concreta, aquella que inspiró, desde Bécquer, a los hermanos Machado y a Juan Ramón Jiménez. Es la que modernizó la poesía española del siglo XX de una forma original, única. Así como en el ámbito anglosajón se recurrió a la vertiente coloquial para inaugurar un nuevo lenguaje poético, en España los poetas redescubrieron las posibilidades de la canción popular conjugando modernidad y tradición. Se recuperaron formas y metros despojados de la hojarasca retórica del siglo XIX, por supuesto, pero, además, la poesía adquirió una vocación de sabiduría que concordaba tanto con las nuevas estéticas visionarias como con el venero filosófico popular. Como todos los títulos, Otro cantar se puede leer de muchas maneras. Yo prefiero pensarlo en relación con esta tradición, que el poeta reinterpreta a su modo, con rimas asonantes, sonetos alejandrinos o versos libres, da igual.
Una voluntad de ofrecer esas verdades sencillas y profundas que guía al cantar es la que ordena los primeros poemas: Mi mundo no es de este mundo. / Lo supe desde la infancia, / aunque no ha sido hasta hoy mismo / en que lo pienso en palabras / cuando lo entiendo y lo asumo / como esas cosas que pasan. Y, más adelante, con una hermosa contradicción, se adelanta la imagen vital del poeta. Las nubes son metáforas / de una existencia tranquila / inútil, nómada y trágica. Uno no ve, en apariencia, que la tranquilidad tenga que ser trágica o inútil. Pero aquí no hablamos de serenidad por el momento. Habrá que seguir leyendo este libro, que se rige por una secuencia argumentativa de principio a fin.
La actitud dominante en la primera parte es la de un individuo que contempla su entorno desde la entrada de un hotel, las salas de un museo o la estación de ferrocarril. Lugares de paso para un voyeur desocupado de mirada un tanto prosaica. La soledad se impone, y, en consecuencia, el deseo de ser otro, el raro / propósito de ser normal. La ciudad contemporánea, un Madrid aburrido y deshumanizado, es el medio en el que se mueven estos versos un poco antiguos y un poco modernos, algo que queda entre Antonio Machado y Baudelaire.
Pero así como la insatisfacción moderna conduce a la recreación de heterónimos (algo a lo que no es ajeno el propio Jaime García-Máiquez), aquí el deseo de otredad, palpable en la sensación de fracaso con la que concluyen los primeros poemas, nos revierte a una nueva solución: la de la mirada, no ya desde el individuo solo en medio de la multitud, sino a partir de Dios. El poema “Mi hora”, en el centro del libro, lo afirma de forma rotunda. Tras la mirada que recorre el entorno crepuscular, las palabras van adivinando una luz distinta. Es la luz con que Dios ve el mundo.
Escritura luminosa, pues, que trata de descifrar el mundo cantándolo, como piden los versos de Juan Ramón Jiménez y como afirma el mismo poeta. El acto de mirar implica después el canto que trasciende.
No es en vano el título de la tercera y última sección, swiss replica watches “Más luz”. Me parece que los mejores versos nacen de esta veta religiosa y existencial. Ahí están “Salve”, “Gracias, niebla” o “Historia de una mano”, ejemplos espléndidos de enlace entre el elemento cotidiano, presente en todo el libro, y la referencia sobrenatural que se imagina superando los límites de ese mismo tiempo vivido. El tiempo es como un libro que Dios tiene en las manos. / Lo recita en voz alta, o baja, lentamente, / y así pasan las hojas de los pobres humanos / que casi apenas oyen la línea del presente.
Para concluir, me gustaría añadir que hay dos ingredientes, dos astucias, con las que Jaime García-Máiquez cuenta su mundo poético. De un lado, su facilidad para la composición ingeniosa, que traslada preocupaciones abstractas a un lenguaje llano, diríamos de ”cantar”. Y en segundo lugar, el sentido plástico que asoma de vez en cuando, como un contrapunto al amor por el concepto. Léanse estos versos impregnados de una belleza elemental: El agua tiene sus mundos: / el de la nieve encantada, / el peregrino del río, / el de la ola en volandas, / el ermitaño de un pozo / el de las lluvias de plata.
Javier de Navascués