Poesía Digital

Rub�n Dar�o

Nunca apreciaremos del todo lo que Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916) trajo a la poesía de lengua castellana y, por tanto, a la Poesía sin más apellidos. Y nunca lo apreciaremos del todo porque su obra sigue viva, desafiándonos gozosamente: al menos sus tres libros mayores (Azul, de 1888; Prosas profanas, de 1896, y Cantos de vida y esperanza, de 1905) nos siguen llevando hasta la cima y el abismo de un mundo que, aun pasados tantos años, sigue siendo el nuestro.

A Rubén Darío hay que releerlo porque su palabra nos devuelve la confianza en las más insospechadas posibilidades de la Poesía. Él quiso viajar con Ella a lo más sagrado y a lo más tenebroso del Universo, a donde al hombre moderno no le interesaba viajar, por pensar que las riendas del Universo las llevaba en su mano con los descubrimientos de la ciencia y los inventos de la técnica. Rubén Darío siempre supo que no: que el hombre por sí mismo no llevaba las riendas de nada, que sólo cuando el hombre se ponía en manos de la Música universal, y de la Palabra que esa música universal le revelaba, podía llegar al Infinito y romper las estrechas limitaciones que arrastraba de nacimiento.

La Poesía, Música hecha palabra, le hizo encontrar un lugar en el Mundo. Ya evocara sus mayores ensueños de placer erótico (nunca fue un placer sólo material, pues su carne se hallaba siempre habitada por la Divina Psiquis y valoraba el placer como fruto del Amor), ya se deleitara en los transportes sensuales e ideales de las distintas artes, Rubén siempre padeció la amenaza de la Muerte y de todos los emisarios que la muerte nos manda en vida. Por eso no hay nadie más lejos que él de la ingenuidad escapista que los malos lectores han querido ver en su poesía. Detrás de cada poema suyo siempre está el hombre: con sus penas, miedos, alegrías y, sobre todo, con el terco deseo de encontrar la felicidad plena, se halle donde se halle, porque nada hay más opuesto a Rubén Darío que el escepticismo y el cinismo.

Aquí van tres poemas  —no los más conocidos— que nos ofrecen algunas de esas caras de la existencia humana.

Alma m�a

Alma mía, perdura en tu idea divina;
todo está bajo el signo de un destino supremo; replica watches
sigue en tu rumbo, sigue hasta el ocaso extremo
por el camino que hacia la Esfinge te encamina.

Corta la flor al paso, deja la dura espina;
en el río de oro lleva a compás el remo;
saluda el rudo arado del rudo Triptolemo,
y sigue como un dios que sus sueños destina...

Y sigue como un dios que la dicha estimula,
y mientras la retórica del pájaro te adula
y los astros del cielo te acompañan, y los

ramos de la Esperanza surgen primaverales,
atraviesa impertérrita por el bosque de males
sin temer las serpientes; y sigue, como un dios...
               
                                                                        (De Prosas profanas, 1896)

Pegaso

Cuando iba yo a montar ese caballo rudo
y tembloroso, dije: "La vida es pura y bella".
Entre sus cejas vivas vi brillar una estrella.
El cielo estaba azul, y yo estaba desnudo.

Sobre mi frente Apolo hizo brillar su escudo
y de Belerofonte logré seguir la huella.
Toda cima es ilustre si Pegaso la sella,
y yo, fuerte, he subido donde Pegaso pudo.

Yo soy el caballero de la humana energía,
yo soy el que presenta su cabeza triunfante
coronada con el laurel del Rey del día;

domador del corcel de cascos de diamante,
voy en un gran volar, con la aurora por guía,
adelante en el vasto azur, ¡siempre adelante!
           
                                                                  (De Cantos de vida y esperanza, 1905)

Nocturno

Quiero expresar mi angustia en versos que abolida
dirán mi juventud de rosas y de ensueños,
y la desfloración amarga de mi vida
por un vasto dolor y cuidados pequeños.

Y el viaje a un vago Oriente por entrevistos barcos,
y el grano de oraciones que floreció en blasfemias,
y los azoramientos del cisne entre los charcos,
y el falso azul nocturno de inquerida bohemia.

Lejano clavicordio que en silencio y olvido
no diste nunca al sueño la sublime sonata,
huérfano esquife, árbol insigne, obscuro nido
que suavizó la noche de dulzura de plata...

Esperanza olorosa a hierbas frescas, trino
del ruiseñor primaveral y matinal,
azucena tronchada por un fatal destino,
rebusca de la dicha, persecución del mal...

El ánfora funesta del divino veneno
que ha de hacer por la vida la tortura interior;
la conciencia espantable de nuestro humano cieno
y el horror de sentirse pasajero, el horror

de ir a tientas, en intermitentes espantos,
hacia lo inevitable desconocido, y la
pesadilla brutal de este dormir de llantos
¡de la cual no hay más que Ella que nos despertará!

                                                                    (De Cantos de vida y esperanza, 1905)