A pesar de su reducida extensión, la poesía de José Mateos (Jerez de la Frontera, 1963) ha trazado un recorrido por la vida —la suya y la nuestra— de muy lejanas metas, muchas de las cuales ya se entrevén con gran placer y asombro en los libros publicados. En ellos el poeta, considerado ser de tiempo, intenta superar las limitadas barreras temporales para irse más allá, a una tierra donde el tiempo no exista y el ser sea puramente Ser. El camino no ha sido siempre recto, ni el poeta lo ha recorrido siempre con el mismo ánimo, pero lo que sí encontramos en su cantar es la búsqueda de algo que no es visible y que, a la vez, se revela en todas las cosas visibles de este mundo.
Hasta el momento, José Mateos ha publicado los poemarios Una extraña ciudad (1990), Días en claro (1995), Canciones (2000), una pequeña colección de haikus titulada Haikus y otras pinceladas (2003), y La niebla (2003), libro de admirable plenitud. Su obra poética ha sido recogida, con algunos inéditos, en el libro titulado Reunión (Granada, Col. La Veleta, 2006). Asimismo, Mateos es un clarividente ensayista, en el sentido más puro y literario de la palabra. En este género, entre otros, ha dado a la imprenta el libro Soliloquios y divinanzas (1998) y el ensayo tan ambicioso como sugerente titulado La Razón y otras dudas (2007). En el momento de hacerle esta entrevista espera su próximo libro, titulado Historias de un Dios menguante, que sacará la editorial Pre-Textos.
Aunque no sea lo más importante, ¿puedes decirnos a qué se debe este silencio poético de siete años, que son los que han transcurrido desde tu último libro de poemas, La niebla (2003)?
Bueno, siete años tampoco son tantos. De todas formas, tengo que reconocer que mis lectores son pocos —los que merezco, supongo— y animar a alguien a que edite mis libros y los distribuya es animarlo al fracaso. Eso me ha ido haciendo, afortunadamente, más responsable y estricto con lo que doy a la imprenta. Creo que uno de los peligros de nuestro tiempo es el de la acumulación de banalidades y amenas tonterías, lo que deja sin efecto ni resonancia lo importante. Publicar demasiado, en vez de ser una manera de hacerse oír, es una manera de no dejar oír, y contribuye a ese estado de cosas.
¿Por qué dices que tener pocos lectores es lo que mereces?
Al mercado le es muy difícil convertir las preguntas esenciales y lo trascendente en una mercancía y, por tanto, lo expulsa de los circuitos de opinión y propaganda. Creo que si tuviera muchos lectores eso sería la confirmación de que estaba haciendo algo mal.
¿Entonces se trata más bien de un silencio voluntario?
No exactamente. Soy un escritor lento, cada vez más lento. Para mí la dificultad de escribir poesía no reside tanto en expresar o comunicar en verso algo como en encontrar un estado previo a todo eso. Para escribir un poema antes tengo que desnacerme, quedarme en blanco para poder acoger las palabras adecuadas. Y esto es lo más lento y lo que más me cuesta.
Pero, con los años, también se gana en oficio y eso facilita las cosas, ¿no?
Sí, pero el oficio, la destreza técnica, es también un peligro, porque invita a conformarte con lo bien hecho. Un poema puede mostrarnos todas las perfecciones y novedades técnicas que queramos que, si previamente no ha nacido de un vacío, siempre le faltará lo principal, lo que sólo se da en el vacío: la resonancia y el temblor. El que está familiarizado con los grandes poemas de nuestra lengua, que es la única manera de educar el olfato crítico, se da cuenta de cuándo un poema ha nacido de ahí y cuándo no. La diferencia para la mayoría de los críticos es imperceptible. Es la diferencia entre Claudio Rodríguez y Ángel González, por ejemplo.
Tu poesía ha cambiado en cada libro, por lo que ha sido una continua sorpresa, tanto en tu visión del mundo como en tu lenguaje, que siempre han ido maravillosamente unidos. De todas formas, ¿cómo se produce esa ampliación de tu horizonte existencial y metafísico, la ampliación que se da entre Una extraña ciudad y La niebla, libros igualmente tuyos pero muy distintos en el ánimo y en la sabiduría que transmites?
Que uno cambie después de escribir un libro a mí me parece que es lo lógico. El libro que no cambia en algo a quien lo ha escrito es que no vale nada. Al fin y al cabo, somos la obra de nuestras obras. Lo que un poeta ha escrito antes ya no le sirve, no tanto porque le parezca insuficiente o insatisfactorio como porque ha dejado de ocurrirle, porque esos poemas antiguos han cesado de latir dentro de él y ya han hecho su obra en él. Me parece que esos cambios que tú ves en mi obra y que yo creo que no afectan a lo esencial, lo que están dibujando es un itinerario cuyo sentido y final desconozco. Señalan también el carácter inquisitivo, indagador, de lo que escribo.
¿Entonces crees que esas variaciones en tu visión del mundo se deben al progresivo perfeccionamiento poético o han nacido de otros acontecimientos no literarios?
No sé qué contestar. La poesía es palabra que titubea. Quien la escribe no sabe con seguridad qué es lo que dice ni por qué lo dice. Supongo que esas variaciones a las que te refieres se deben a descubrimientos que, a veces, suceden en el poema mismo, o a veces fuera del poema, en las reflexiones y revelaciones a que me llevan ciertas experiencias radicales: la muerte de seres muy queridos, la enfermedad y los episodios de angustia, el amor, ciertas lecturas, etc.
En La niebla hablas de la sensación extraña de ser tiempo / y de querer salir fuera del tiempo. ¿Crees que ese vivir "fuera del tiempo" es dable al ser humano más allá de la escritura (y la lectura) poética?
Vivir fuera del tiempo es vivir el tiempo por dentro, sentir que el tiempo es una fuga de eternidades. Quiero decir con esto que constantemente estamos saliendo del tiempo, que lo que verdaderamente nos marca y nos define, aunque esté hecho de tiempo, ocurre siempre fuera del tiempo. Eso que llamamos emoción estética es el mejor ejemplo.
¿Y qué tipo de certeza es la que te asiste para vislumbrar y gozar de la luz que está más allá de la niebla cotidiana?
Bueno, en ciertos asuntos lo importante no es tanto tener certezas como tener esperanzas. La esperanza es una certeza que casi no lo es, porque carece de argumentos racionales. Es la certeza del que ama a pesar de todo, del que desea sin saber por qué un más allá que no sabe si existe. En realidad todos mis poemas, todo lo que he escrito, hablan de ese deseo, de una sed que en el fondo no quiere ser calmada, una sed que sólo se satisface haciéndose más aguda, más insoportable.
Tu poesía de madurez, sin ser confesional, tiene una profunda dimensión religiosa. ¿Requiere del lector una apertura a la fe religiosa para poder disfrutar de su canto?
No, al contrario, es esa apertura hacia lo religioso, hacia el misterio que nos rodea, lo que quiero que el lector encuentre en lo que escribo. Al enfrentarnos con un libro hay que estar predispuesto a lo que sea, a lo que venga; pero no hay necesidad de estar previamente convencido de nada, como ocurre en cierta poesía confesional o de credo político. Y sí, creo que esencialmente la poesía es una actividad que se confunde con lo religioso, y que ni aun en los ateos más convencidos esta dimensión religiosa desaparece. No olvidemos que la blasfemia es una manera más de relacionarse con la divinidad. Ahora estamos en el tiempo en el que el concepto de Dios, con todo lo que esto significa, ha muerto. Esto es así en las sociedades occidentales y, en este sentido, creo que la poesía ha sido expulsada de la comunidad, vive en un mundo que ya no existe, un mundo que todavía concibe la poesía, y el arte en general, como una actividad trascendental, depurada, dirigida a una minoría preparada y ajena a las imposiciones del mercado y sus modas. El poeta vive hoy bajo tierra, en los subterráneos. Y ahí resiste y espera.
Quizás esa marginalidad esté cambiando en los poetas más jóvenes, ¿no crees?
Quizás. Aunque no sé… En España, al menos, mucha de la poesía más joven creo que intenta salir de esa situación de la única manera posible: acabando con la poesía y convirtiéndola en otra cosa, en un producto cultural para distracción de las masas. Los exabruptos en verso, los festivales, los recitales interactivos, el aprovechamiento de las nuevas tecnologías y la sustitución de lo esencial por lo teórico van por ese camino.
¿No crees en la experimentación?
Hay un cansancio de lo mismo. Es lógico. Pero para salir de ese cansancio con buenos poemas yo creo que sólo hay un camino: ahondar en lo mismo. Siempre ha sido así ¿no? Los poetas jóvenes que me interesan van por ahí. Otros —y son cada día más numerosos— se dedican, sin embargo, a hacer mucho ruido repitiendo tonterías que parecen nuevas pero que no lo son. Porque las tonterías nunca se dicen por primera vez, siempre se repiten.
En tus deliciosas Canciones hay una deslumbrante concisión expresiva. ¿No tuviste el temor de caer en el popularismo de la canción o, al menos, de que fueran valoradas como poesía popular, cuando el hecho es que van más allá de eso?
Me encanta la poesía popular y los poetas que se acercan tanto a lo popular que sus producciones casi se confunden con lo anónimo, como Novoneyra, Rafael Montesinos o Isabel Escudero. Así que no, no tuve ese temor, al contrario. Supongo que esos poemas nacieron así a causa del cansancio que sentía, y siento todavía, hacia esa combinación de heptasílabos y endecasílabos en que se escribe casi toda la poesía española actual. Lo que sí es cierto es que a la hora de publicar ese libro, me pareció que su insistencia en el verso menor, en la rima, en el susurro, podía resultar poco propicia para los gustos del momento. Y sobre todo, me asustaba caer en ese soniquete folclórico en el que a veces incurrieron buenos poetas como Manuel Machado o Lorca por ejemplo.
Al margen de tus indiscutibles logros como poeta, ¿te explicas por qué no has sido incluido en muchas antologías donde sí aparecen otros poetas coetáneos, no necesariamente mejores?
No sé. Salir o no salir en una antología es algo que me da absolutamente igual. Mis ambiciones literarias se dirigen hacia otro orden de preocupaciones.
La razón y otras dudas es un ensayo donde los personajes hablan de lo humano y lo divino, de lo ético y lo estético, con un placer que se convierte en pasión. ¿Tenías algún programa previo de lo que querías tratar o todo ha ido surgiendo espontáneamente?
Lo que tenía era un cuaderno lleno de anotaciones y reflexiones muy variadas. Algo así como lo que publiqué en Soliloquios y divinanzas. Sin embargo, en esta ocasión el material resultaba demasiado rotundo, demasiado difícil, de manera que tuve que darle una forma literaria más ligera para no caer en un tono excesivamente doctrinal e inapelable.
¿Hasta qué punto te sirvió la particular estructura del Juan de Mairena machadiano? Lo digo porque hay evidentes similitudes en lo externo y, sin embargo, descubres y transmites verdades muy distintas.
Con mi libro quise hacer un homenaje explícito a ese libro de Machado, que a su vez es un homenaje a otros libros anteriores, a los diálogos platónicos, a las Vidas de Filósofos de Diógenes Laercio, etc. Por eso adopté su fórmula. Por eso, y porque con ese modelo era más fácil sortear los peligros de la pedantería a que se presta un libro de ese tipo. Me permitía quitar altisonancia a asuntos demasiado graves.
Tú dirigiste durante varios años un suplemento literario y has reseñado libros para varias revistas, aunque ahora raramente lo haces. ¿Cómo ves la crítica literaria en la actualidad?
Me da la impresión de que en la actualidad hay poquísima crítica perspicaz y honrada, poquísimos críticos que con sus reseñas puedan orientar al lector entre los miles de títulos que se publican. Y, sin embargo, hay demasiados críticos, demasiados especialistas y profesores de universidad trabajando para convertir el misterio de Manrique o de Juan Ramón en un acertijo. Por otro lado, a la mayoría de los críticos les importa —más que la verdad o la emoción de un texto— su inserción en una historia progresiva de la literatura. Manldestam decía que la teoría del progreso en la literatura es el aspecto más grosero y asqueroso de la ignorancia escolar.
La poesía también es el reflejo de una época. En algún fragmento de La niebla, y especialmente en La Razón y otras dudas, hay una crítica clara a los valores o a la falta de valores de nuestro tiempo. ¿Te preocupa dar testimonio de la sociedad en la que vives?
En realidad, lo que hay de histórico, de fresco de una época, en ese poema, es lo de menos, son sus adherencias inevitables. Si un poema vale algo es por ser testimonio, no de su tiempo, sino de algo que pasa inadvertido y que se mantiene escondido y puro a través del tiempo. Precisamente hoy he leído un poema del siglo X, de Ibn Al-Jatib, que me ha parecido más actual que el periódico de esta mañana.
¿No te preocupa no ser un poeta de tu tiempo?
En absoluto. Escribir sobre nuestro tiempo es escribir de lo que sobra. No creo que haya que escribir —o pintar o componer música— para el presente. El presente no parece necesitar poemas, ni grandes frescos, ni oratorios. En la actualidad la gente está cohesionada alrededor de lo insignificante, de lo banal, y no requiere un sentido, ni héroes y, por tanto, tampoco ficciones que los creen y enaltezcan. Sin embargo, vendrá alguna catástrofe —tarde o temprano siempre vienen— y, quién sabe, entonces quizás la gente necesite verle un sentido a la vida y busque lo que hoy se está haciendo bajo tierra: palabras, imágenes, himnos para un tiempo que empieza.
Carlos Javier Morales